A nuestros numerosos amigos y familia en Cristo:
Con ocasión de
la festividad de Pentecostés, les transmitimos nuestros deseos de amor y
paz en el nombre de Jesús. En esta festividad del calendario cristiano
hay mucho que celebrar y ver, a través de nuestra fe secular, en el
Verbo vivo entre nosotros, y en la inercia y el apremio de un mundo que
encierra grandes amenazas y grandes promesas en cada una de sus células.
Estamos llamados, nuevamente, a participar en la liturgia de la
Creación.
En el Evangelio
que fue proclamado a toda la Creación entrevemos claramente la
esperanza y la promesa de Pentecostés: Dios renovará la faz de la
tierra. Es difícil imaginar otro momento en la historia en el que esta
esperanza pudiera adquirir la amplitud y el significado que la revisten
hoy, y no nos referimos solamente al saneamiento o la recuperación
ambiental. Ninguna otra era ha revelado tan nítidamente la estrecha
conexión entre el gemido de la Creación y el quebrantamiento de la vida y
la comunidad humanas. La vida de la humanidad, con sus riesgos y
oportunidades, está ligada de manera evidente a la vida de la Creación.
El propósito de
Dios, que se manifiesta de manera tan significativa en el don milagroso
de las lenguas de Pentecostés, como se describe en el segundo capítulo
de Hechos de los Apóstoles, es reunir todas las cosas del cielo y de la
tierra en Cristo. “Aquel que separó a los que conspiraban en la torre
mediante distintas lenguas, hoy reúne las distintas lenguas de las
naciones en el sagrado aposento alto” (himnario armenio, san Nersés
Shnorhali, siglo XII).La vitalidad de esta promesa contrasta
drásticamente con la alienación de la vida humana y la vida de la
Creación en nuestros tiempos. La Creación de Dios, el contexto necesario
que nos da Dios para nuestra santidad, nuestro desarrollo y nuestra
identidad, es hoy testigo del sufrimiento y el pecado que distorsiona y
destruye la vida humana, y mancilla la propia matriz de dicha vida.
Así pues, en
Cristo, se nos revela una realidad pentecostal de la Creación. San
Máximo el Confesor describe nuestro mundo como un arbusto ardiente
impregnado con el fuego de las energías de Dios, como nos recuerda Su
Santidad el Patriarca Bartolomé. Esta perspectiva, en este momento de
Pentecostés, le confiere una profundidad nueva al significado de la
oración del tema de nuestra Asamblea de Busan en octubre y noviembre del
año pasado: “Dios de vida, condúcenos a la justicia y la paz”.
Imploramos que la promesa y el espíritu de Pentecostés desciendan sobre
nosotros, para ser revelados en nosotros y hacernos uno. ¡Ven, Espíritu
Santo!
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