Existe una percepción generalizada de que el ser humano de hoy es
alguien que debe ser superado. Todavía no ha terminado de nacer, pero
está latente dentro de los dinamismos del proceso evolutivo. Esta
búsqueda del hombre y mujer nuevos tal vez sea uno de esos anhelos que
jamás lograron progresar en la historia.
Demos dos ejemplos. El pensamiento mesopotámico produjo la epopeya de
Gilgamesh (siglo VII a.C) que está muy cerca del relato bíblico de la
creación y del diluvio. El héroe Gilgamesh, angustiado por el drama de
la muerte, busca el árbol de la vida. Quiere encontrar a Utnapishtim que
había escapado del diluvio, había sido inmortalizado, y vivía en una
isla maravillosa donde no reinaba la muerte. En su camino, el dios Sol
(Shamash) le apostrofa: «Gilgamesh, la vida que buscas nunca la vas a
encontrar». La divina ninfa Siduri le advierte: «cuando los dioses
crearon la humanidad le dieron como destino la muerte; ellos retuvieron
para sí la vida eterna. Gilgamesh, harías mejor llenando el vientre y
gozando la vida de día y de noche; alégrate con lo poco que tienes en
tus manos».
Gilgamesh no desiste. Llega a la isla de la inmortalidad. Consigue le
árbol de la vida y regresa. Al volver, la serpiente sopla con su
aliento fétido el árbol de la vida y lo roba. El héroe de la epopeya
muere desilusionado y va «al país donde no hay retorno, donde la comida
es polvo y barro y los reyes son despojados de sus coronas». La
inmortalidad sigue siendo una búsqueda perenne.
Nuestros tupi-guaraní y apopocuva-guaraní crearon la utopía
de la “tierra sin males” y la “patria de la inmortalidad”. Vivían en
movilidad constante. De la costa de Pernambuco de repente se desplazaban
hacia el interior de la selva, junto a las cabeceras del río Madeira.
De allí, otro grupo se ponía en marcha hasta llegar a Perú. De la
frontera de Paraguay, otro grupo se dirigía a la costa atlántica y así
sucesivamente. El estudio de los mitos por los antropólogos desveló su
significado. El mito de la “tierra sin males” ponía en marcha a toda la
tribu. El chamán profetizaba: “va a aparecer en el mar”. Para allí
marchaban esperanzados. Mediante ritos, danzas y ayunos creían volver el
cuerpo ligero e ir al encuentro en las nubes de la “patria de la
inmortalidad.” Desilusionados, regresaba a la selva hasta oír otro
mensaje e ir en busca de la ansiada “tierra sin males”, anhelo de una
esperanza imperecedera.
Los dos relatos expresan en forma mítica lo mismo que
expresan los modernos en el dialecto de las ciencias. Estos no esperan
el ser nuevo del cielo, quieren gestarlo con los medios que les ofrece
la manipulación genética. Seguimos buscando y no obstante, muriendo
siempre, jóvenes o mayores.
El cristianismo se inscribe también dentro de esta utopía.
Con la diferencia de que ya no es una utopía sino una topía, es decir,
un acontecimiento bienaventurado e inaudito que irrumpió dentro de la
historia. El testimonio más antiguo del paleocristianismo es este:
“Christus ressurrexit vere et aparuit Simoni” (Lc 24,34): “Cristo
resucitó verdaderamente y apareció a Simón”.
Entendieron la resurrección no como la reanimación de un
cadáver, como el de Lázaro, que después acabó muriendo nuevamente, sino
como la emergencia del ser humano nuevo, el “novíssimus Adam” (1Cor
15,45), el “novísimo Adán”, como realización plena de todas las
virtualidades presentes en lo humano.
No encuentran palabras para expresar ese fenómeno inaudito.
Lo denominan “cuerpo espiritual” (1Cor 15,44). Eso parece contradictorio
para la filosofía dominante en la época: si es cuerpo no puede ser
espíritu; si es espíritu no puede ser cuerpo. Solo uniendo los dos
conceptos, según los primeros cristianos, hacían justicia al hecho
nuevo: es cuerpo pero transfigurado; es espíritu pero liberado de los
límites materiales y con dimensiones cósmicas.
Dicen más: la resurrección no es simplemente un
acontecimiento personal, realizado en la vida de Jesús. Es algo para
todos e incluso cósmico, como aparece en las epístolas de san Pablo a
los Colosenses y a los Efesios. Por eso san Pablo reafirma: “él es la
anticipación de los que han muerto… Así como por Adán todos murieron,
así por Cristo todos volverán a vivir” (1Cor 15,22).
Este es un discurso de fe y religioso, pero no deja de tener
su importancia antropológica. Representa una entre tantas respuestas al
enigma de la muerte, tal vez la más prometedora.
Si es así, estamos ante una revolución dentro de la
evolución, como si la evolución anticipase su fin bueno en el auge de la
realización de sus potencialidades escondidas. Sería una miniatura que
nos muestra a qué gloria y a qué destino sumamente feliz estamos
llamados.
Así vale la pena vivir y morir. En realidad, no vivimos para morir. Morimos para resucitar. Para vivir más y mejor.
A todos los que creen y a aquellos que dejan en suspenso su juicio, buenas fiestas de Pascua.
Por Leonardo Boff en Redes Cristianas
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