Oigo unas voces confusas
y enigmáticas
que tengo que descifrar…
Dicen que soy un hereje y un blasfemo;
y otros aseguran que he visto la cara de Dios.
(León Felipe)
En este breve ensayo nos ocuparemos de la manera en que el
fundamentalismo cristiano, apoyándose en una lectura monolítica y rígida
de las escrituras sagradas canónicas, se convierte en apologista
principal del discrimen contra la comunidad LGBTTQ.
Fundamentalismo e intolerancia
El fundamentalismo cristiano nació dentro de la tradición evangélica
estadounidense como un rechazo a múltiples cambios culturales que
sectores religiosos conservadores catalogaban de secularismo y
alejamiento de las normas sociales ordenadas por Dios. Sus puntos de
disputa y polémica han sido diversos: las investigaciones históricas
críticas de las escrituras sagradas que ponen en duda su inspiración
divina, inerrancia e infalibilidad; las interpretaciones metafóricas de
ciertos dogmas teológicos (nacimiento virginal de Jesús, su
resurrección, su retorno triunfal al cabo de los tiempos); el darwinismo
y la teoría de la evolución, que parece afectar la visión de la
creación narrada en el Génesis bíblico; la diversificación de las
estructuras familiares y de relaciones entre parejas; la apelación al
consenso social para regular los códigos jurídicos y las normas éticas
comunitarias (Barr, 1978; Marsden, 2006).
Diversos autores protestantes conservadores publicaron entre 1910 y 1915 una serie de tratados bajo el título general de Los fundamentos (The Fundamentals)
(Torrey et al., 1994). Esos tratados tuvieron, gracias al apoyo
financiero de algunos acaudalados magnates, amplia difusión y generaron
polémicas intensas y amargas en el seno de las agrupaciones religiosas y
eclesiásticas. De su título – Los fundamentos – nació la
designación del movimiento: fundamentalismo. Los fundamentalistas se
perciben como guerreros de la fe; cruzados del cristianismo evangélico
ortodoxo.
Se trataba de defender los pilares tradicionales de la fe cristiana
del temido efecto revisionista de los análisis críticos bíblicos y la
teología liberal y modernista. Pero, esos debates teológicos, al
interior de las iglesias, se acompañaron pronto de otra preocupación: el
preservar y proteger la cultura y civilización cristiana occidental de
los supuestos efectos nocivos germinados por la creciente secularización
de la sociedad. De ahí, por ejemplo, las fuertes batallas contra las
teorías de la evolución de la especie humana, el feminismo y sus
reclamos de igualdad para la mujer, incluyendo los derechos
reproductivos femeninos y su posible ordenación al ministerio o
sacerdocio, y, más recientemente, los reclamos de reconocimiento
jurídico y dignidad social de la comunidad LGBTTQ.
Mark Juergensmeyer (2000) detecta, en muchos grupos que reclaman
legitimidad religiosa para su intolerancia moral, una pretensión de
reactivar el patriarcado heterosexista. En el contexto social liberal de
la modernidad tardía, esa postura conduce a una amarga hostilidad
contra las señales de lo que esos grupos tildan como “degeneración
moral”. La homosexualidad es uno de los blancos de crítica y ataque de
integristas y fundamentalistas de distintas tradiciones religiosas:
cristianas, judías, islámicas, hindúes. Su retórica ética y su praxis
social se impregnan de homofobia. El homoerotismo deja de ser, en esa
perspectiva teológica, una conducta protegida por el derecho a la
intimidad individual, y se convierte en acción diabólica, en símbolo
privilegiado del imperio de Satanás.
Fundamentalismo y homofobia en Puerto Rico
En los últimos años, las iglesias puertorriqueñas han descubierto que
representan un sector considerable de la sociedad y que pueden intentar
determinar matices y dimensiones significativas de la vida colectiva.
Es un error estimar como perversa esa intención. Su objetivo sincero es
mitigar la crisis de valores que ellos perciben en la ética comunitaria.
Es indudable, sin embargo, que muchas de sus intervenciones en el
ámbito público se restringen a asuntos de moralidad sexual: la educación
sexual, los derechos reproductivos femeninos, la disponibilidad de
medios anticonceptivos, la interrupción voluntaria de los embarazos, los
prontuarios atrevidos de algunos cursos universitarios y el
homoerotismo. Sin duda, muchas participaciones en el ámbito público de
varios líderes religiosos tienen que ver primordialmente con lo que el
escritor Luis Rafael Sánchez ha tildado “las grescas que acontecen al
sur del ombligo” (Sánchez, 1999, p. 111).
Algunos líderes religiosos parecen nuevos Torquemadas buscando
herejes y heterodoxos a quienes quemar en la cruel hoguera de la opinión
pública. Se proclaman sagrados fisgones y auditores de la intimidad
personal. Siguiendo a pie juntillas el ejemplo de los fundamentalistas
estadounidenses, de quienes reciben aliento, inspiración e ideas, buena
parte de estos líderes han hecho de la guerra contra los homosexuales,
gais y lesbianas pilar central de sus diatribas y censuras (McNeill,
1993; Seow, 1996; Wink, 1999).
Líderes eclesiásticos prominentes hacen de la polémica contra la
homosexualidad un signo distintivo de su ministerio en la palestra
pública. Esgrimen los horrores legendarios de Sodoma y Gomorra para
estigmatizar toda propuesta de liberar las normas legales de prejuicios
atávicos. No tienen problema alguno en convertir la Biblia en una
antología de “textos del terror”. Se trata de una peculiar idolatría de
la letra sagrada. Cuando se menciona a Sodoma, por lo general se pasa
por alto el texto profético de Ezequiel 16: 49, donde el pecado de esta
legendaria ciudad se formula de una manera distinta a la que
acostumbramos oír – “Este fue el crimen de tu hermana Sodoma: orgullo,
voracidad, indolencia de la dulce vida tuvieron ella y sus hijas; no
socorrieron al pobre y al indigente”.
La homofobia ha sido la obsesión que ha caracterizado las
intervenciones públicas de los fundamentalistas boricuas durante los
inicios de este nuevo siglo. En Puerto Rico, la conducta homosexual se
consideraba delito grave, según el código penal vigente por décadas. En
el 2003, en un proceso de revisión de las leyes penales del país para
ponerlas al día en consonancia con las normas jurídicas modernas,
destacados juristas desarmaron críticamente los fundamentos en derecho
del artículo 103 del código penal puertorriqueño, el bastión de la
discriminación legal de los homosexuales (Álvarez González, 2001). Ese
artículo afirmaba lo siguiente: “Toda persona que sostuviere relaciones
sexuales con una persona de su mismo sexo o cometiere el crimen contra
natura con un ser humano será sancionada con pena de reclusión por un
término fijo de diez (10) años.”
Aunque esa disposición legal nunca se aplicaba, ya que nadie era
arrestado ni acusado por violarla, los apologistas de la criminalización
de las relaciones homosexuales defendían su vigencia alegando sus
supuestas virtudes religiosas y morales. Eliminarlo, alegaban, equivalía
a legitimar las relaciones entre parejas del mismo sexo y a degradar el
matrimonio tradicional. Un nutrido grupo de líderes religiosos
asumieron vigorosamente el liderato, en la discusión pública, de la
oposición contra la posible descriminalización de las relaciones
homosexuales. El pueblo puertorriqueño presenció durante meses la
intensa polémica pública entre juristas, sociólogos, sicólogos u otros
peritos, por un lado, que propugnaban eliminar del código penal la
criminalización de la homosexualidad, registrada en ese artículo 103, y
líderes de distintas confesiones y agrupaciones religiosas, citando
versículos bíblicos que a su entender expresan el repudio divino
absoluto de la homosexualidad.
Los argumentos centrales de esos religiosos fueron, reducidos a lo
esencial, dos: los mandamientos bíblicos, alegados reflejos de la
voluntad divina, y la naturaleza de la sexualidad humana, tal como Dios
la ha supuestamente diseñado. De acuerdo al primero, los mandamientos
bíblicos, la cosa parece sencilla: la Biblia, se alega, condena la
homosexualidad. El problema es que si se toma el sendero de los “textos
del terror”, los resultados pueden ser sencillamente aterradores. La
Biblia, por ejemplo, ordena matar las brujas (Éxodo 22: 18) y las
desposadas no vírgenes (Deuteronomio 22: 20-21). Ambos textos no
quedaron en el vacío. Hombres con poder social y mentalidad patriarcal
los leyeron con mucha atención, antes de proceder a cegar atribuladas
vidas femeninas. En el siglo diecinueve, los defensores norteamericanos
de la esclavitud encontraron en la Biblia un arsenal muy útil para sus
pretensiones de conservar intactas las leyes que convertían a unos seres
humanos en propiedad y mercancía de otros seres humanos (Haynes, 2002).
Por siglos, textos canónicos atribuidos a san Pablo proporcionaron
argumentos muy convenientes para los opositores de la equidad en
derechos de las mujeres. Las tradiciones patriarcales de la cristiandad,
hoy tan criticadas pero no totalmente superadas en las iglesias, tienen
un innegable anclaje bíblico. Los siguientes versículos de la primera
epístola de Pablo a Timoteo fueron, durante centurias, baluartes sólidos
de una profunda tradición social de misoginia patriarcal:
“Que las mujeres escuchen la instrucción en silencio, con todo respeto. No permito que ellas enseñen, ni que pretendan imponer su autoridad sobre el marido: al contrario, que permanezcan calladas. Porque primero fue creado Adán, y después Eva. Y no fue Adán el que se dejó seducir, sino que Eva fue engañada y cayó en el pecado. Pero la mujer se salvará, cumpliendo sus deberes de madre, a condición de que persevere en la fe, en el amor y en la santidad, con la debida discreción” (Primera epístola de Pablo a Timoteo 2: 11-15)
Citando esos versículos como alegada expresión fiel y autorizada de
la voluntad divina teólogos y filósofos de la cristiandad defendieron
durante casi dos milenios la prioridad ontológica del varón sobre la
mujer (“porque primero fue creado Adán, y después Eva”), la
responsabilidad femenina del terrible pecado original que rige como
perversa maldición sobre toda la historia humana (“no fue Adán el que se
dejó seducir, sino que Eva fue engañada y cayó en el pecado”), la
reclusión de la mujer en sus funciones maternales (“la mujer se salvará,
cumpliendo sus deberes de madre”) y su sumisión perpetua al silencio y
la obediencia (“Que las mujeres escuchen la instrucción en silencio… No
permito que ellas enseñen, ni que pretendan imponer su autoridad… al
contrario, que permanezcan calladas.”) Sólo cuando biblistas y teólogos
comenzaron a estudiar ese rígido mandato en su contexto histórico
específico; a saber, como manifestación ideológica de una sociedad
helenística patriarcal ya superada culturalmente y no como expresión de
la voluntad divina (Schüssler Fiorenza, 1983), pudo iniciarse la lenta
superación de la subordinación femenina, la cual, dicho sea de paso, aún
no concluye.
Lo anterior no quiere decir que la Biblia sea un texto insignificante
para la reflexión ética. Todo lo contrario. Las escrituras sagradas
hebreo cristianas presentan desafíos constantes y complejos de lectura e
interpretación. Es imposible leer la Biblia, con la mente libre de
prejuicios, sin percibir el predominio en ella de la convocatoria
profética a la solidaridad con los desvalidos y marginados. “Abre tu
boca en favor de quien no tiene voz y en defensa de todos los
desamparados… y defiende la causa del desvalido y del pobre” (Proverbios
31: 8-9); “¡Defended al desvalido y al huérfano, haced justicia al
oprimido y al pobre, librad al débil y al indigente, rescátenlos del
poder de los impíos!” (Salmo 82: 3-4). Las condenas en la Biblia,
frecuentes en los profetas y en los Evangelios, se dirigen, en su gran
mayoría, contra quienes usan el poder público – político, económico y
religioso – para la injusticia y la opresión. Ejemplo destacado es el
amargo juicio que Jeremías hace de la conducta de Joaquín, rey de Judá
(Jeremías 22: 13-16):
“!Ay del que edifica su casa sin justicia, y sus salas sin equidad, sirviéndose de su prójimo de balde, y no dándole el salario de su trabajo!… ¿No… hizo [tu padre] juicio y justicia, y entonces le fue bien? El juzgó la causa del afligido y del menesteroso… ¿No es esto conocerme a mí? dice Jehová.”
O el profeta Miqueas (Miqueas 3: 1-4), apostrofando a los gobernantes de Israel por su injusticia y el abuso del poder:
“Oíd ahora, príncipes de Jacob, y jefes de la casa de Israel: ¿No concierne a vosotros saber lo que es justo? Vosotros que aborrecéis lo bueno y amáis lo malo, que les quitáis su piel y su carne de sobre los huesos; que coméis asimismo la carne de mi pueblo, y les desolláis su piel de sobre ellos, y les quebrantáis los huesos y los rompéis como para el caldero, y como carnes en olla. Entonces clamaréis a Jehová, y no os responderá; antes esconderá de vosotros su rostro en aquel tiempo, por cuanto hicisteis malvadas obras.”
O Jesús en su amarga confrontación con los líderes religiosos de su
época, quienes intentaban imponer sobre la conciencia humana sus
restrictivos códigos de pureza (Mt. 23: 27-28):
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, pero por dentro están llenos de… toda inmundicia. Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía…”
Así como una vez se reconoció, al menos por las voces más ilustradas y
sensatas, la impertinencia e insensatez de usar la Biblia como arsenal
contra la teoría heliocéntrica, la evolución de las especies, el
gobierno republicano, la abolición de la esclavitud, la tolerancia del
pluralismo religioso o la igualdad de las mujeres, hoy debemos evitar
emplearla como instrumento de discrimen y persecución contra quienes
defienden su derecho a la intimidad de sus orientaciones sexuales. Los
auténticos lectores de la Biblia encuentran en ella horizontes cada vez
más amplios de solidaridad y respeto a la diversidad humana como reflejo
temporal de la trascendencia eterna divina. Por algo la hermenéutica
bíblica ha nutrido toda otra hermenéutica académica y, en general, la
crítica literaria secular (Auerbach, 2003).
El segundo argumento clásico en la tradición cristiana contra la
homosexualidad, proviene de una valoración de la sexualidad hoy
considerada obsoleta y atávica. Ciertos textos de san Pablo, ligados a
la teoría de la concupiscencia desarrollada por san Agustín,
ensombrecieron moralmente la sexualidad. Se vio en ella la señal máxima
del pecado. Se le estigmatizó moralmente, adjudicándole una exclusiva
función permisible – la procreación, la reproducción de la humanidad. La
castidad, el celibato, la virginidad se convirtieron en virtudes
primarias de la cristiandad (Brown, 1988). La relación sexual se limitó a
la esfera marital y exclusivamente con el propósito de proseguir la
especie humana. Si la única justificación admisible para la sexualidad
era la procreación humana, toda actividad sexual que no tuviese esa
finalidad era severamente condenada. No queda lugar, en este esquema
conceptual, para el placer infértil, sobre todo aquél que no puede
enmarcarse en la dualidad de “varón y hembra” tan reiterada en la
escrituras sagradas.
Todavía resuenan en muchos documentos eclesiásticos oficiales, al
igual que en muchos púlpitos, los residuos de esa valoración negativa
del placer sexual. De aquí la larga e inútil batalla contra el llamado
onanismo, así catalogado en referencia al texto veterotestamentario
sobre Onán (Génesis 38: 6-10). Su costo ha sido elevado: la agonía
mental y espiritual de innumerables jóvenes hondamente angustiados por
su incapacidad de vivir a la altura de esas normas de abstinencia
corporal. Nuestra sociedad e incluso la mayoría de la cristiandad ya no
se rigen por ese riguroso ascetismo corporal. Cada vez más, se reconoce
la legitimidad y autonomía del placer sexual. La obsesión por la
concupiscencia deja de dominar la reflexión ética de los principales
centros de formación teológica.
Nos encontramos en un momento en la historia humana en que se debaten perspectivas muy disímiles sobre la familia y la sexualidad humana, sus múltiples configuraciones, matices y dimensiones (Ruether, 2000). Las leyes, en una sociedad democrática y liberal, deben proteger la pluralidad de visiones y conducir a que los debates y conflictos entre ellas se conduzcan de maneras civiles y dialógicas. La idea jurídica del alegado “crimen contra natura” supone un consenso social que ya no existe. El pluralismo ideológico, ético y religioso es elemento esencial de toda democracia moderna. Eso requiere de todos abandonar los repudios absolutos y aprender a reconocer, respetar y, si posible, disfrutar la dignidad de las diferencias, la equidad en las diversidades (Sacks, 2002).
Nos encontramos en un momento en la historia humana en que se debaten perspectivas muy disímiles sobre la familia y la sexualidad humana, sus múltiples configuraciones, matices y dimensiones (Ruether, 2000). Las leyes, en una sociedad democrática y liberal, deben proteger la pluralidad de visiones y conducir a que los debates y conflictos entre ellas se conduzcan de maneras civiles y dialógicas. La idea jurídica del alegado “crimen contra natura” supone un consenso social que ya no existe. El pluralismo ideológico, ético y religioso es elemento esencial de toda democracia moderna. Eso requiere de todos abandonar los repudios absolutos y aprender a reconocer, respetar y, si posible, disfrutar la dignidad de las diferencias, la equidad en las diversidades (Sacks, 2002).
A la sombra de la alegada “naturaleza” humana con excesiva frecuencia
se consideró, citando a autoridades distinguidas de la cultura
occidental como Aristóteles, san Pablo y Tomás de Aquino y esgrimiendo
ciertos versículos bíblicos, que unos seres humanos eran inferiores en
racionalidad y espíritu que otros – los esclavos en comparación con sus
amos, las mujeres en comparación con los varones, los indígenas
americanos en comparación con los blancos europeos. Pocas cosas son tan
naturales como la idea de la naturaleza humana. Las teorías críticas
feministas han logrado evidenciar la contingencia del sexo, las
disposiciones sexuales y la identidad de género. Han desmantelado su
aparente arraigo en una “naturaleza” humana perenne y han mostrado su
carácter de construcciones culturales, regidas por normas sociales
reproductivas heteronormativas (Butler, 1990). El discrimen que padece
la comunidad LGBTTQ, además de jurídicamente arcaico, constituye un
atavismo filosófico y teológico.
La criminalización de la homosexualidad inscrita en el código penal
puertorriqueño se abolió como efecto secundario de la decisión del
tribunal supremo estadounidense en el caso de Lawrence et al. v. Texas,
emitida el 26 de junio de 2003. Pero en 2007 se fraguó otro debate
intenso en Puerto Rico, producto de una alianza entre políticos
oportunistas y religiosos conservadores y fundamentalistas. En noviembre
de ese año el Senado de Puerto Rico aprobó la resolución concurrente
número 99, presentada y propugnada por uno de los políticos más
corruptos en nuestra historia: Jorge de Castro Font. El propósito de esa
resolución era poner en práctica en nuestro país una estrategia similar
a la seguida en diversos estados norteamericanos: enmendar la
constitución estatal para regular como única y exclusiva relación
conyugal legítima el matrimonio entre un hombre y una mujer, atajando de
esa manera uno de los reclamos de la comunidad homosexual – el
reconocimiento jurídico de sus relaciones de amor. La enmienda a la
constitución leería de la siguiente manera: “El matrimonio es una
institución civil, que se constituirá sólo por la unión legal entre un
hombre y una mujer en conformidad con su sexo original de nacimiento.
Ninguna otra unión, independientemente de su nombre, denominación, lugar
de procedencia, jurisdicción o similitud con el matrimonio, será
reconocida o validada como un matrimonio.”
La Cámara de Representantes, afortunadamente, no dio paso al
proyecto. Pero durante varios meses líderes religiosos fundamentalistas y
conservadores insistieron públicamente, utilizando todos los medios de
comunicación masiva a su disposición, en la necesidad de aprobar esa
enmienda a la constitución como medida indispensable para evitar la
supuesta degeneración moral de la familia como institución pilar de la
sociedad. La alternativa, varios de ellos insistieron, era la
reiteración en Puerto Rico del legendario cataclismo acontecido en
Sodoma y Gomorra. Líderes políticos de dudosa reputación ética, como los
senadores Jorge de Castro Font y Roberto Arango, se convirtieron en
apologistas de esa posible enmienda constitucional, a cambio del apoyo
de las iglesias conservadoras y fundamentalistas en las primarias de su
partido político y luego en las elecciones generales de noviembre de
2008. Lo lograron, aunque ambos políticos luego tuvieron que renunciar a
sus escaños senatoriales por acciones nada honorables.
Las intervenciones de muchos líderes religiosos en ese debate
intenso, con escasas y honorables excepciones, fueron lamentables.
Intentaron estigmatizar a unos seres humanos – la comunidad LGBTTQ –
como prevaricadores que repudian la voluntad divina y amenazan la salud
moral de la sociedad puertorriqueña. Poco les importó las consecuencias
que esas imputaciones podrían tener para las vidas de unas personas cuya
distinta manera de sentir y vivir el amor debía, por el contrario, ser
motivo de reconocimiento, respeto e incluso regocijo en la diversidad.
Tampoco le han explicado al pueblo su alianza, en esa campaña
homofóbica, con algunos de los políticos de menor integridad ética en la
historia de nuestro país.
La homofobia fundamentalista encarna una lógica discursiva nada
novedosa. Siempre que las sociedades modernas han asumido el desafío
conflictivo y complejo de abolir y superar ciertas restricciones
jurídicas y hábitos sociales que evitan la plena y equitativa
participación en los procesos decisionales democráticos por razones de
nacionalidad, raza, etnia, religión, educación o identidad sexual, han
surgido voces que de manera estridente advierten sobre sus alegadas
posibles consecuencias nocivas. La historia de la libertad humana ha
tenido que recorrer siempre el tortuoso sendero de amarguras, labrado
con obstinación y terquedad por quienes se empeñan en que el futuro
humano se limite a los paradigmas del pasado, idílico para algunos,
profundamente doloroso y trágico para muchos otros.
El debate/diálogo en el interior de las comunidades religiosas y la
sociedad puertorriqueña general debe conducirse en un contexto de
respeto recíproco por parte de las distintas perspectivas éticas,
teológicas y filosóficas. Ese ambiente no puede lograrse plenamente
mientras se anatemice una de esas perspectivas sobre lo que es recto y
justo permitir en la sociedad y en las iglesias. De ello se han dado
cuenta un número creciente de iglesias en diversas partes de nuestro
orbe, las cuales insisten en que las leyes de un país no deben usarse
para criminalizar y discriminar sectores minoritarios. Otras incluso han
dado un paso más adelante, aprobando la ordenación a su ministerio o
sacerdocio de seres humanos de diversas orientaciones sexuales y
diseñando celebraciones litúrgicas para sus matrimonios no tradicionales
(Johnson, 2006). En la teología y los estudios religiosos surgen voces
elocuentes que con sólido rigor intelectual analizan de manera novedosa
las diversas posibles configuraciones legítimas del amor, la sexualidad y
la familia, libres del lastre discriminatorio de la homofobia (Ellison
& Douglas, 2010). En los estudios críticos de los escrituras
sagradas y en la hermenéutica bíblica se cuestionan, con rigurosidad
académica, las traducciones e interpretaciones de textos adobadas con
cierto matiz homofóbico (Lings, 2011).
La mayoría de las iglesias cristianas se enfrascan hoy en un proceso
complejo de reflexión y evaluación sobre la homosexualidad, como antes
lo hicieron respecto a la abolición de la esclavitud y la igualdad de
derechos de las mujeres. Es un sendero que seguramente conducirá, como
ocurrió en esas instancias anteriores, a la reinterpretación de los
textos sagrados, a la creación de un orden social más igualitario y
democrático y a la eliminación de leyes obsoletas y discriminatorias. El
discrimen que padece la comunidad LGBTTQ ha motivado debates intensos
al interior de muchas iglesias, con sectores crecientes que pugnan por
liberar su devoción piadosa del lastre de la homofobia (Silva Gotay y
Rivera Pagán, 2015). Es un proceso de emancipación que, como otros
similares en el pasado, progresa lenta y pausadamente, pero que
esperamos concluya en un ambiente jurídico y social de reconocimiento y
apreciación de la equidad en las diversidades que enriquecen la
humanidad.
Todavía nos queda mucho que recorrer en el sendero que conduce a la
superación de la homofobia fundamentalista. Lo esencial a recordar es la
perspectiva profética y evangélica central en las escrituras sagradas
judeocristianas, la cual tan bien expresara en una de sus geniales
intuiciones el gran poeta y patriota cubano José Martí…
“¡Son como siempre los humildes, los descalzos, los desamparados, los pescadores, los que se juntan frente a la iniquidad hombro a hombro, y echan a volar, con sus alas de plata encendidas, el Evangelio! ¡La verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen!” (El cisma de los católicos en Nueva York, 1887).Por Luis Rivera-Pagán en 80grados
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