El problema fundamental de las Iglesias es que deben determinar, permanentemente, cuál es su lugar en el mundo, pero no en teoría sino en la práctica. Jon Sobrino escribió hace tiempo (1992) algo que él llamó Principio-Misericordia: que el ejercicio de la misericordia pone a las Iglesias fuera de sí mismas, en medio de donde ocurre el sufrimiento humano. Las Iglesias como tal, deben releer la parábola del buen samaritano con la misma actitud reverencial con que la escucharon los oyentes de Jesús, cuando cuestionaba que los salteadores del mundo anti-misericordioso toleran que se curen heridas, pero no que se sane de verdad al herido ni que se luche para que éste no vuelva a caer en sus manos. Algo que va más allá de aplaudir las “obras de misericordia”, que están muy bien.
A nadie lo meten en la cárcel ni lo persiguen simplemente por realizar obras de misericordia, y tampoco lo habrían hecho con Jesús si su misericordia no hubiera sido, además, lo primero y lo último. Pero, cuando lo es, entonces subvierte los valores últimos de la sociedad, y ésta reacciona en su contra. Esta reflexión creo que debe primar en este tiempo de espera y de esperanza; porque urge recuperar la denuncia profética desde la misericordia frente a las injusticias de unas políticas económicas que además de ineficaces, solo benefician a una minoría con la que demasiadas veces, los cristianos somos complacientes.
Se puede decir que la Iglesia nació a partir de Pentecostés, cuando las primeras comunidades desarrollaron una sorprendente vitalidad. Pero nada les resultó fácil, como nos cuentan sobre todo las cartas de san Pablo, aunque fuesen guiados por ese Dios que respeta la libertad y la condición humana en toda su extensión. El rechazo histórico que sufrieron entre los suyos activó la labor misionera, acrecentada por sus primeros éxitos con los gentiles. Pero no tardaron en ser vistos como un peligro que chocaba con los intereses del imperio romano y los de muchos ciudadanos que se sentían incómodos con semejante apuesta de fe y de vida.
A nadie lo meten en la cárcel ni lo persiguen simplemente por realizar obras de misericordia, y tampoco lo habrían hecho con Jesús si su misericordia no hubiera sido, además, lo primero y lo último. Pero, cuando lo es, entonces subvierte los valores últimos de la sociedad, y ésta reacciona en su contra. Esta reflexión creo que debe primar en este tiempo de espera y de esperanza; porque urge recuperar la denuncia profética desde la misericordia frente a las injusticias de unas políticas económicas que además de ineficaces, solo benefician a una minoría con la que demasiadas veces, los cristianos somos complacientes.
Se puede decir que la Iglesia nació a partir de Pentecostés, cuando las primeras comunidades desarrollaron una sorprendente vitalidad. Pero nada les resultó fácil, como nos cuentan sobre todo las cartas de san Pablo, aunque fuesen guiados por ese Dios que respeta la libertad y la condición humana en toda su extensión. El rechazo histórico que sufrieron entre los suyos activó la labor misionera, acrecentada por sus primeros éxitos con los gentiles. Pero no tardaron en ser vistos como un peligro que chocaba con los intereses del imperio romano y los de muchos ciudadanos que se sentían incómodos con semejante apuesta de fe y de vida.
Al final, padecieron una represión brutal de casi dos siglos. Aun así, cuántas veces repetirían pasajes milenarios como este: “Eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. No temas, que yo estoy contigo”… esperanzados con un nuevo Adviento para sus comunidades eclesiales. Las dificultades existieron desde el principio: grandes diversidades culturales y con visiones teológicas diferentes, que las superaron gracias a su entrega a los demás. Aquellos cristianos, en fin, no se arrugaron en su testimonio ante las dificultades. Siempre tendremos en aquellas comunidades un modelo de conducta para nuestra Iglesia. En este momento especial del Adviento, de acogida a ese Niño Dios cercano y hecho uno de nosotros, es tiempo de acoger también su mensaje de amor a la luz de las vivencias de aquellos sus primeros seguidores.
Un tiempo de Adviento (lo comenzaron las iglesias cristianas en el siglo IV) que va unido siempre a la experiencia del día a día, a la luz de la experiencia pascual de Cristo resucitado. La sociedad de consumo nos quiere borrar del corazón que los regalos más importantes no se pueden comprar con dinero. Y el más grande de todos, fue el gran regalo de Dios dándonos a su propio Hijo. Cada nuevo Aviento navideño supone un reto a nuestras contradicciones de una fe contagiada del materialismo más pagano. La Navidad se ha convertido para demasiados cristianos de nuestras comunidades en una fiesta decadente, olvidados de que este tiempo nos invita a la necesaria renovación más allá de las fiestas familiares y sociales en torno al nacimiento de Jesús. Va más allá de una fiesta de cumpleaños. Lo que nos demanda este tiempo de preparación pascual es centrarnos en el meollo del problema, como recordaba el poeta religioso Ángelus Silesius: “Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón…”
Por Gabriel Maria Otalora
Homoprotestantes
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