Nos encontramos en medio del Sínodo sobre la familia. En octubre del 
año pasado se realizó una primera asamblea y al terminar se hicieron 
públicas sus conclusiones en la Relatio Synodi. La reflexión continuará 
al menos hasta la asamblea de octubre de 2015 y, por lo mismo, como dijo
 el portavoz de la sede apostólica, “es importante no sobre-analizar el 
texto”. De todas maneras, queda la estela de los debates, del documento y
 de las votaciones inéditamente publicadas. Especialmente estas últimas 
muestran una notoria falta de consenso, entre otros asuntos, en el cómo 
abordar la pastoral con personas homosexuales (1). El texto conclusivo 
no respondió a las expectativas de aquellos que esperaban “nuevas 
palabras” a lo ya dicho en esta materia y, así, no es arriesgado pensar 
que con esto tenga que ver el tercio de obispos que quedó disconforme 
con la redacción de los números dedicados a ella.
¿Qué “nuevas palabras” se podrían esperar, con mayor o menor 
realismo, de parte del Magisterio de la Iglesia en lo relativo a la vida
 de las personas homosexuales? Creo que estas se podrían situar en dos 
niveles. El primero es el de la actitud. Para muchos, se esperan 
palabras que logren expresar de mejor forma el debido “respeto, 
compasión y delicadeza” que el mismo Magisterio proclama en el Catecismo
 de la Iglesia Católica (CIC) de 1992 (n° 2.357). Algunos añoran dichos 
que nadie podría discutir doctrinalmente y que tienen esta cualidad: 
“Los homosexuales son bienvenidos en la Iglesia”, “queremos 
escucharlos”, “ellos no deben sentir vergüenza por lo que son”, “sabemos
 del sufrimiento cuando se les estigmatiza negativamente”, “ellos tienen
 muchos dones que entregar”. Varias de estas expresiones de hecho 
sabemos que fueron discutidas y ninguna llegó a estar presente en el 
texto final. Estas harían mucho bien. Además, algunos, en esta línea, 
soñamos con que la Iglesia pida perdón. Aquí ha habido negligencia 
pastoral y complicidad en vivencias de la homosexualidad teñidas de 
oscuridad y sufrimiento. Y, por último, se espera que se celebre a 
aquellos que, incluso en medio de la hostilidad, han permanecido fieles a
 la Iglesia y buscando su crecimiento. De ellos, todos tenemos que 
aprender.
Otro nivel de “nuevas palabras” esperables se refiere derechamente al
 juicio a las uniones homosexuales. ¿Es posible decir algo más de lo que
 se ha dicho? ¿Es ilusorio pensarlo? Las próximas páginas tienen como 
objetivo presentar lo que se ha dicho hasta hoy y, sobre todo, lo que se
 “podría” esperar que se dijera. 
Lo dicho hasta hoy: El rechazo magisterial
Creo que lo dicho por el Magisterio en torno a lo que llama “actos” 
homosexuales es conocido por muchos. Y lo es tanto por su claridad como 
por la insistencia en ser expresado utilizando prácticamente las mismas 
palabras en cada documento de los últimos cuarenta años. Esto se puede 
dividir en: un juicio al acto, una justificación principal, otras 
justificaciones relevantes y un juicio a la culpabilidad. Presento a 
continuación una breve síntesis de todo esto a modo, probablemente, de 
un recuerdo: 
a) El juicio al acto homosexual. 
Nunca se ha expresado una duda en un documento magisterial respecto 
de que “(el acto homosexual) no puede recibir aprobación en ningún caso”
 (CIC, n° 2.357). La primera vez que se lo señaló en esos términos fue 
en la declaración de la Congregación de la Doctrina de la fe (CDF) de 
1975 “Persona humana”, en su n° 8. Y en ese texto se agrega: “No se 
puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación 
moral a estos actos”. La siguiente vez fue en la “Carta sobre la 
atención pastoral a las personas homosexuales” de la misma congregación.
 Esta vez, el año 1986, repite la primera formula y especifica en su n° 
15 que “ningún programa pastoral auténtico podrá incluir organizaciones 
en las que se asocien entre sí personas homosexuales, sin que se 
establezca claramente que la actividad homosexual es inmoral”. En el año
 2003, por último, en un contexto de discusión sobre reconocimiento 
civil, la CDF reiterará el juicio.
b) La justificación principal. 
Se podría decir que la principal justificación utilizada para el 
rechazo ha sido la siguiente: según el orden moral objetivo, estas 
relaciones son “actos privados de su ordenación necesaria y esencial”, o
 son, “por su intrínseca naturaleza, desordenados” (CDF, 1976, n° 8). 
¿Cuál sería ese orden transgredido? El acto sexual estaría orientado, 
por naturaleza, a la procreación y exige, por lo mismo, 
complementariedad. La actividad homosexual, por el contrario, “no 
expresa una unión complementaria capaz de transmitir la vida y, por lo 
tanto, contradice la vocación a una existencia vivida en esa forma de 
autodonación que, según el Evangelio, es la esencia misma de la vida 
cristiana” (CDF, 1986, n°7). Vale decir, el argumento del Magisterio es 
el mismo utilizado para rechazar todas las relaciones sexuales no 
abiertas a la procreación, aunque aquí agrava su juicio porque el acto 
está imposibilitado para ello. 
c)  La justificación desde la continuidad con la tradición y las Escrituras
El Magisterio ha resaltado el hecho de que el mismo rechazo se puede
 encontrar a lo largo de la tradición de la Iglesia y está en perfecta 
continuidad con las Escrituras. Aun cuando se reconoce, especialmente 
respecto a estas últimas, que la Iglesia de hoy proclama el Evangelio a 
un mundo muy diferente al antiguo, “existe una evidente coherencia 
dentro de las Escrituras mismas sobre el comportamiento homosexual” 
(CDF, 1986, n° 5). No se tratarían, por tanto, de frases aisladas de las
 escrituras sacadas fuera de su contexto (asunto defendido por parte 
importante de los teólogos bíblicos), sino de una coherencia en el 
juicio presente en diversos pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento y que
 hunde sus raíces en la misma teología de la creación del Génesis: “Los 
seres humanos, por consiguiente, son creaturas de Dios, llamadas a 
reflejar, en la complementariedad de los sexos, la unidad interna del 
Creador. Ellos realizan esta tarea de manera singular, cuando cooperan 
con Él en la transmisión de la vida, mediante la recíproca donación 
esponsal” (CDF, 1986, n° 6). Además, ha insistido en que ese mismo 
juicio se encuentra en muchos escritos eclesiásticos de los primeros 
siglos y “ha sido unánimemente aceptado por la Tradición católica” (CDF,
 2003, n° 4). 
d) El juicio respecto a la culpabilidad. 
Si el juicio objetivo respecto al acto homosexual parece claro, ¿qué
 hay respecto de la culpabilidad personal? En la declaración de 1975 de 
la CDF se distingue entre el acto homosexual objetivamente contrario a 
la moral y la culpabilidad de la persona. Esta última, dice, debe ser 
“juzgada con prudencia” (CDF, 1975, n° 8), aun cuando, como ya se 
señaló, no deben emplearse métodos pastorales que reconozcan una 
justificación moral. En la carta de 1986 ahonda al respecto, pero 
poniendo énfasis en lo relativo a la no justificación moral. Frente a 
una posición justificadora que argumenta una falta de libertad y 
alternativas por parte de la persona homosexual, la CDF defiende dos 
cosas en el n° 11: el no generalizar a partir de casos particulares 
–estos últimos pueden tanto reducir como aumentar la culpabilidad– y el 
evitar la presunción “infundada y humillante” de la falta de libertad.
 Como se ve, el tono en que está formulado el juicio magisterial da poco
 espacio a la interpretación. Incluso cuando en alguna declaración se 
reconoce que la culpabilidad debe juzgarse con prudencia, el énfasis 
está puesto en que estas uniones no se pueden justificar moralmente en 
ningún caso. 
La misericordia o la unión homosexual como “mal menor”
Cuando se piensa en “nuevas palabras” a nivel doctrinal, algunos 
piensan que el llamado a un “juicio prudente” respecto de la 
culpabilidad personal debe abrir paso a una más decidida expresión de 
misericordia para aquella personas homosexuales que se han unido en 
relaciones de noviazgo y convivencia.
Esta apelación a la “misericordia” hunde sus raíces en la 
experiencia del conocimiento del sufrimiento de personas homosexuales en
 su itinerario de vida. Este último está marcado muchas veces por:
- una orientación sexual que se fue descubriendo desde temprano, no siendo elegida, ni querida.
 
- un contexto social hostil a la homosexualidad con ridiculizaciones, menosprecios, e incluso exclusión laboral y maltrato físico a quien podía ser sospechoso de ser homosexual o bien lo revelara.
 
- un contexto eclesial donde se replicó: la estigmatización, insistiendo en que la orientación era una “enfermedad”; el maltrato, a través de discursos peyorativos; y la exclusión, esta vez eclesial, para aquellos que hiciesen pública su orientación, y más aún para quien decidiera vivirla. Esto traía consigo dos “pesos” agregados: la carga religiosa de lo “pecaminoso” y la autoridad de quién lo decía.
 
- un contexto familiar donde se podían replicar las mismas dinámicas, con el sufrimiento añadido para el niño(a)-joven-adulto homosexual de no querer provocar un dolor en aquellos que tanto quería.
 
- una vivencia homosexual, que en los contextos anteriores, tuvo el peso de la lucha contra sí mismo, la soledad, la doble vida y el riesgo.
 
Muchos de aquellos quienes piden más “misericordia” tienen presente historias como estas o incluso más dramáticas, como las de aquellos adolescentes que han terminado suicidándose. De aquí surge una sana compasión que dice “basta de tanto sufrimiento injusto”.
Por otra parte, al mirar el futuro exigido por el Magisterio para 
todo homosexual, como es el del celibato, muchas personas también lo 
reconocen como una carga indebida y una oferta de camino irreal, al 
menos para todos. Aún valorando el celibato como vocación, este exige 
estructuras de apoyo para ser vivido sana y fecundamente. Estructuras 
que no proveen la sociedad ni la Iglesia para el homosexual. Además, la 
vivencia del celibato supone un marco de sentido que no es universal. 
Exigir el celibato para todos pareciera desproporcionado y excluiría a 
buena parte de los homosexuales de la comunidad eclesial. Contemplando a
 Jesús, que buscó la inclusión de aquellos marginados de su tiempo, 
muchos no pueden quedar en paz con el rechazo magisterial a todas las 
uniones homosexuales.
¿Qué significa, entonces, la petición de “misericordia”? Además de 
“nuevas palabras” que expresen una nueva actitud, como dijimos al 
comienzo, se trata de la esperanza que a nivel doctrinal se proclame que
 “no toda unión homosexual es condenada e injustificable desde el punto 
de vista moral”.
¿Es irreal esto en el corto o mediano plazo, teniendo en cuenta las 
declaraciones de las últimas décadas? No lo sabemos. Algo así 
evidentemente contradeciría varias formulaciones de la CDF. Y esto hace 
que sea algo difícil que suceda en breve. Pero no es impensable un 
cambio de postura, invocando otros principios de juicio moral que tienen
 larga tradición en la Iglesia, mucho más que las señaladas en estas 
declaraciones. Recuerdo al menos tres que están entretejidas:
a) La doctrina del mal menor. 
Se puede seguir creyendo que toda unión homosexual es algo no querible en sí mismo. Pero si la alternativa es un mal superior e invencible, como podría ser una vida sexual deshumanizante, o una soledad no llevable psicológicamente, cierta unión homosexual, especialmente monógama, podría tolerarse como “mal menor” y no sufrir condena. De hecho, en la declaración de la CDF que habla sobre la culpabilidad subjetiva desliza algo como lo anterior, haciendo alusión a la “imposibilidad de vivir la vida célibe”. Lo que pasa es que pide no “generalizar los casos particulares”. La cuestión aquí sería ver si efectivamente estamos hablando de casos muy particulares y no la situación general.
Se puede seguir creyendo que toda unión homosexual es algo no querible en sí mismo. Pero si la alternativa es un mal superior e invencible, como podría ser una vida sexual deshumanizante, o una soledad no llevable psicológicamente, cierta unión homosexual, especialmente monógama, podría tolerarse como “mal menor” y no sufrir condena. De hecho, en la declaración de la CDF que habla sobre la culpabilidad subjetiva desliza algo como lo anterior, haciendo alusión a la “imposibilidad de vivir la vida célibe”. Lo que pasa es que pide no “generalizar los casos particulares”. La cuestión aquí sería ver si efectivamente estamos hablando de casos muy particulares y no la situación general.
b) El lugar de la conciencia. 
La anterior cuestión respecto de los dos males en juego, vista ahora desde la persona homosexual que juzga su mejor quehacer, nos lleva a la valorización de su propia conciencia. De nuevo, aun cuando este pueda reconocer que la vida homosexual activa no es el ideal, la propia conciencia ¿no podría llevarlo a asumir estas relaciones bajo ciertas condiciones? ¿No estaría con ello haciéndose responsable de su propia vida y del llamado a la búsqueda del bien y la verdad en ella? Recordemos que el Concilio Vaticano II en su constitución pastoral Gaudium et Spes reivindica el lugar privilegiado de la conciencia personal en la búsqueda de la verdad (n° 16) incluso para la propia dignidad de la persona (n°17).
La anterior cuestión respecto de los dos males en juego, vista ahora desde la persona homosexual que juzga su mejor quehacer, nos lleva a la valorización de su propia conciencia. De nuevo, aun cuando este pueda reconocer que la vida homosexual activa no es el ideal, la propia conciencia ¿no podría llevarlo a asumir estas relaciones bajo ciertas condiciones? ¿No estaría con ello haciéndose responsable de su propia vida y del llamado a la búsqueda del bien y la verdad en ella? Recordemos que el Concilio Vaticano II en su constitución pastoral Gaudium et Spes reivindica el lugar privilegiado de la conciencia personal en la búsqueda de la verdad (n° 16) incluso para la propia dignidad de la persona (n°17).
c) Heroísmo no exigible.
Por último, la doctrina del mal menor se entronca con otra clave de juicio moral que tiene larga tradición. Supongamos que efectivamente el juicio entre estos dos males objetivos puede llevar a la conclusión de que es posible una vida célibe, pero con un costo humano muy grande. El Magisterio ante ello podría animar en el valor del celibato para el homosexual, pero ¿exigirlo para todos como la única respuesta moral justificada? ¿No será para muchos una verdadera vida heroica y, aunque deseable, no exigible?
Por último, la doctrina del mal menor se entronca con otra clave de juicio moral que tiene larga tradición. Supongamos que efectivamente el juicio entre estos dos males objetivos puede llevar a la conclusión de que es posible una vida célibe, pero con un costo humano muy grande. El Magisterio ante ello podría animar en el valor del celibato para el homosexual, pero ¿exigirlo para todos como la única respuesta moral justificada? ¿No será para muchos una verdadera vida heroica y, aunque deseable, no exigible?
Una postura “misericordiosa” que se puede pedir al Magisterio 
eclesial podría ir en esta línea y, como hemos insinuado, se engarza con
 cuestiones defendidas por la tradición de la Iglesia. Es más, quizás a 
la hora de las formulaciones futuras, bastaría un énfasis distinto que 
resaltara lo que la CDF del 76 señaló, pero ha tenido resguardo en 
proclamar públicamente para no generalizar: la relativización de la 
culpa subjetiva. La misericordia no implica pasar por alto un mal 
realizado, sino acoger la fragilidad humana. Tiene que ver con que “no 
podemos todo”, y que la moral se juega “dentro de lo posible”. La 
compasión que acompaña a esta misericordia no tiene que ver con una 
mirada en menos a un cierto grupo humano o una minusvaloración de su 
libertad. La compasión es la conexión con personas concretas e historias
 sagradas que merecen un trato único, más aún si muchas de ellas han 
sido marcadas por el sufrimiento. Las últimas intervenciones del papado y
 la reflexión de moralistas y pastores estas últimas décadas que van en 
esta línea hacen que no sea ilusorio pensar en estas “nuevas palabras”. 
La esperanza en el reconocimiento del amor homosexual
Todo lo dicho anteriormente, aunque necesario y bienvenido, resulta
 insuficiente para una amplia mayoría de mujeres y hombres homosexuales 
católicos y no católicos. Más todavía para aquellos que han terminado 
aceptando su orientación sexual con un sano orgullo como parte de su 
identidad y de lo que están invitados a compartir. La lucha pública, 
pero antes en el interior de la misma persona, ha sido justamente la de 
no concebir su orientación como un desorden, el cual debiera ser 
reprimido, sublimado o en el mejor de los casos “tolerado”, sino como 
uno de los modos de sentir que la constituye en cuanto tal. No estamos 
hablando aquí de una característica secundaria de una persona, de la que
 es indiferente un juicio valorativo sobre ella. En la orientación 
sexual se expresan deseos de acompañar y ser acompañado, de ser 
contenido y contener, así como de comunicación, afectos, y proyectos de 
vida, entre otras muchas cosas. La orientación sexual no se reduce al 
mero placer epidérmico. Por lo mismo, decir que esa orientación no es un
 bien es referirse a todo ese modo de sentir que tonifica la vida de esa
 persona desde muy dentro. Así, aunque es cierto que se pueden hacer 
distinciones entre la condición y la expresión sexual, la separación que
 hace el Magisterio entre “te acepto como persona”, “pero tu 
homosexualidad es un mal” y “todos tus actos homosexuales son pecado”, 
resulta violento para muchos, y creo que con justa razón. En el fondo, 
ahí no termina de haber aceptación.
Por otra parte, el no reconocimiento de la homosexualidad como un 
bien se opone a una cierta Ética del don al desconocer su carácter 
recibido. Es como si no se terminara de comprender que la orientación 
sexual es de esas cosas en la vida que simplemente se reciben. Desde 
cierta cosmovisión, el origen de ella será el azar o la “naturaleza”. 
Desde la cosmovisión cristiana, el origen de ello es Dios, ya sea porque
 “Él lo quiso así” o porque “Él lo invita a acogerlo como un don”. Esto 
último ha recibido un apoyo importante cuando la misma Organización 
Mundial de la Salud (OMS) la ha quitado ya de la lista de enfermedades 
en 1990. Pero, aunque no lo hubiese hecho, ¿no es el propio Jesús en su 
praxis evangélica el que invita a relacionarse con lo “recibido” de una 
forma cariñosa y amable? ¿No es cierto, como señala san Pablo, que 
estamos invitados a “enorgullecernos” en nuestra debilidad? (2 Co 12, 
19). ¿No es más relevante que preguntarse por el “origen de esto”, 
siempre misterioso, el pensar cómo esto puede ser “ocasión de que la 
gloria de Dios actúe” (Jn 9, 3)?
En cualquier caso, el quererse a sí mismo de la persona homosexual pasa también por estimar y celebrar ese modo de sentir. No habrá aceptación de sí mismo como un don si no reconoce que su orientación sexual también lo es. Se trata de algo muy medular para la gran mayoría. Por ello, se explica que parte del movimiento de la persona homosexual sea la reivindicación del “orgullo de serlo”. El “soy homosexual”, pasa a ser el “soy gay”. La palabra es un anglicismo, en inglés “alegre”, y se refería primeramente al modo de vivir “alegre” de los que ejercían la prostitución masculina. Luego, la palabra fue adaptada como acrónimo de “Good As You” (bueno como tú). Las dos acepciones hacen referencia a una reivindicación pública de la “alegría” u “orgullo” de ser homosexual que, a la vez, se transforma en una misión de transformación cultural para que se pase de la homofobia a la valoración de la diferencia y la aceptación agradecida de lo que la vida o Dios dan.
Ahora, ¿puede ser amable un “modo de sentir”, una cierta gama de deseos, y no su realización? Hipotéticamente, sí: cuando esos deseos terminan produciendo daño. Pero ¿es el caso? La OMS ya tiene claro que no. Pero antes, son los mismos gays los que han experimentado que en muchos casos, la vida vivida en pareja, en particular, “con esta persona concreta”, ha sido un regalo, un don de Dios, una expresión del cuidado, de la predilección, de que “mi vida es importante para Él”, de que “soy alguien querible”, y ocasión para expresar que “mi” homosexualidad puede hacer feliz a otra persona y ser expresión de rasgos del amor de Dios. Esta es la creencia de muchos. Nadie los puede sacar de la convicción de que “esta persona”, “esta relación”, “estos años”, son algo a celebrar, a agradecer, son cosas de las cuales se está feliz, y de lo cual quieren compartirlo.
En cualquier caso, el quererse a sí mismo de la persona homosexual pasa también por estimar y celebrar ese modo de sentir. No habrá aceptación de sí mismo como un don si no reconoce que su orientación sexual también lo es. Se trata de algo muy medular para la gran mayoría. Por ello, se explica que parte del movimiento de la persona homosexual sea la reivindicación del “orgullo de serlo”. El “soy homosexual”, pasa a ser el “soy gay”. La palabra es un anglicismo, en inglés “alegre”, y se refería primeramente al modo de vivir “alegre” de los que ejercían la prostitución masculina. Luego, la palabra fue adaptada como acrónimo de “Good As You” (bueno como tú). Las dos acepciones hacen referencia a una reivindicación pública de la “alegría” u “orgullo” de ser homosexual que, a la vez, se transforma en una misión de transformación cultural para que se pase de la homofobia a la valoración de la diferencia y la aceptación agradecida de lo que la vida o Dios dan.
Ahora, ¿puede ser amable un “modo de sentir”, una cierta gama de deseos, y no su realización? Hipotéticamente, sí: cuando esos deseos terminan produciendo daño. Pero ¿es el caso? La OMS ya tiene claro que no. Pero antes, son los mismos gays los que han experimentado que en muchos casos, la vida vivida en pareja, en particular, “con esta persona concreta”, ha sido un regalo, un don de Dios, una expresión del cuidado, de la predilección, de que “mi vida es importante para Él”, de que “soy alguien querible”, y ocasión para expresar que “mi” homosexualidad puede hacer feliz a otra persona y ser expresión de rasgos del amor de Dios. Esta es la creencia de muchos. Nadie los puede sacar de la convicción de que “esta persona”, “esta relación”, “estos años”, son algo a celebrar, a agradecer, son cosas de las cuales se está feliz, y de lo cual quieren compartirlo.
Esta conciencia personal de que esta es una experiencia amorosa que 
“me” ha dignificado, hecho feliz y ha hecho feliz a otros contrasta 
dramáticamente con la conciencia magisterial de que esto es un desorden 
objetivo, que ahí no hay amor, que esto no forma parte del plan de Dios.
 Ahí no queda más que el quiebre. Lo que para uno ha sido parte de su 
historia de salvación, para otro es parte de su deshumanización. ¿Qué 
prima? Por más “formada” que esté la conciencia, por más que se diga que
 esta no debe actuar “autónomamente” y debe obedecer a la Verdad, esta 
Verdad se muestra en un lugar distinto del que señala el Magisterio. 
Actuar dignamente, es actuar de acuerdo a esa conciencia (Gaudium et 
Spes n° 17).
Ahora bien, es cierto que la convicción personal pide confirmación 
en la comunidad. Esta también juzga-reconoce si ahí hay amor. Para ello,
 puede considerar en su examen la “naturaleza del acto sexual”, pero se 
debe tener cuidado en que esa concepción sea tan estrecha que termine 
excluyendo de lo bondadoso a realidades completas de la vida. Si se 
considera que son requisitos esenciales de “todo” acto sexual la 
apertura a la transmisión de la vida y, por tanto, la complementariedad 
genital, evidentemente no hay espacio para el acto homosexual. Pero si 
consideramos el acto sexual dentro de un proyecto de fecundidad que no 
se reduce a la procreación, y consideramos la complementariedad en un 
sentido más integral, las puertas para el reconocimiento de su bondad se
 abren. ¿Desnaturaliza esto el acto sexual? Creo que no. Respecto a la 
fecundidad-no procreativa, ¿el Magisterio no valora el acto sexual fuera
 de los períodos naturales de fertilidad? ¿No valora positivamente 
también el acto sexual de dos personas que ya por edad o por distintas 
disposiciones no pueden procrear? Es claro que aunque una de las 
finalidades cruciales del acto sexual es la procreación, la sexualidad 
humana por su fuerte sentido simbólico va más allá de ello. En cuanto a 
la complementariedad, ¿es requisito una complementariedad genital? ¿Y 
qué sucede con personas que por invalidez no pueden ya generar esa 
complementariedad? ¿Acaso ellas no pueden también manifestarse afecto 
recurriendo al amor erótico en sus distintas formas?
Algunos dirán, además, que el acto sexual supone una cierta 
estabilidad y que incluso exige el matrimonio como proyecto unitivo 
definitivo. Bueno, la apertura a la bondad de estas uniones nos sitúa 
también en la búsqueda de las mejores formas de apoyarlas.
En todo caso, el juicio de la comunidad eclesial no puede considerar
 solo cierta concepción de la “naturaleza” de las cosas, sino también la
 narración y el testimonio de las personas. No se trata de que se 
justifique moralmente una acción porque simplemente la persona que la 
realice la crea buena, pero tampoco se puede hacer un juicio moral sin 
escucharlas. Y la experiencia de muchas comunidades eclesiales y muchas 
familias es la de ver cómo, personas homosexuales que han hecho un 
camino en pareja, no solamente dicen sentirse queridos y creciendo, sino
 también ¡se les ve así! Se les ve como si han encontrado un tesoro en 
sus vidas el cual celebran. Normalmente, además, ese sentirse amados, 
como a todos, los vuelca hacia una mayor generosidad y búsqueda de 
compartir lo que gratuitamente están recibiendo. No es raro que desde 
ahí también deseen luchar por los derechos de otros y arriesgar la vida y
 la reputación en ello. ¿No son estos signos propios de que aquí hay 
amor? Es obvio, pero valga decirlo, que no “toda” unión homosexual lo 
será. Al igual que en las uniones heterosexuales también pueden primar 
en ellas relaciones de poder o de mero intercambio egoísta que 
deshumanizan la sexualidad. La cuestión aquí es abrirse a que hay 
(muchas) uniones en que sí hay amor.
¿Es realista pensar en un reconocimiento magisterial del amor 
homosexual? Veo tres dificultades grandes para que este se dé, al menos 
en los próximos años. Significa por un lado desandar el camino trazado 
en los últimos años en la materia, incluyendo un situarse en un 
paradigma de la fundamentación de la moral distinto al utilizado en la 
cuestión sexual. Esto no es imposible, pero se trata de un proceso lento
 que requiere también una renovada visión del valor de la tradición 
donde quepa la evolución. La Verdad se nos ha sido revelada, pero 
nosotros seguimos en búsqueda. Por otro lado, supondría probablemente 
una tensión importante sino un quiebre con parte de la comunidad 
eclesial que se resistirá a este reconocimiento. Aquí creo que se 
requiere también una renovada visión del papel del Magisterio y del tipo
 de juicios que este debiese esgrimir pensando en la Iglesia universal. 
Por último, supone una transformación interior de la Jerarquía, que 
también es lenta. Esta procede de todas las zonas del mundo. Algunas de 
ellas donde aún se discute si la homosexualidad es un delito. Esto 
condiciona muchos juicios y los procesos no solo son lentos sino muy 
diversos.
Así, lo que muchos esperamos que suceda a nivel magisterial es que 
al menos se inicie un camino con nuevas afirmaciones. Se requieren 
“nuevas palabras”, aunque sean insuficientes y la deuda persista. 
Palabras que reflejen un cambio de actitud y un cambio en el modo de 
abordar la cuestión. Mientras, las comunidades cristianas que han 
experimentado el regalo de la vida de homosexuales seguirán dando 
testimonio de la presencia del amor entre ellos.
Por Pablo Romero, S.J. en Revista Mensaje
Ver texto y votaciones, especialmente números 53 y 54 AQUÍ.
Puedes descargarlo en PDF AQUÍ.
Por Pablo Romero, S.J. en Revista Mensaje
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