La educación sexual no puede entenderse únicamente en su función
genital biológica y reproductiva; esto sería ignorar la integridad del
ser humano en lo que concierne a su área social, emocional, psicológica y
espiritual, entre otras. Sin embargo, han sido algunos paradigmas
erróneos los que se han encargado de transmitir una perspectiva
reduccionista y distorsionada de la sexualidad, algo que ha acrecentado
las brechas que existen para una sana concepción.
Las consecuencias de estos sesgos son evidentes cuando no se logran
puntos de equilibrio ni de acuerdos que permitan construir estrategias
para enseñar algo sobre sexualidad de forma equilibrada, profesional y
responsable en los diversos espacios y en especial en el dialogo y en la
comunicación con los adolescentes y los jóvenes.
Claro ejemplo de ello es que sólo hace unas pocas décadas los
adolescentes, que hoy ya son padres o abuelos, iniciaron su vida sexual
en los locales donde las “chicas malas” del pueblo (un término
despectivo para referirse a las mujeres que ejercían la prostitución),
con el fin de “hacerlos hombres” (como si ser hombre se definiera por su
capacidad de tener sexo). En muchos casos, estas mismas mujeres fueron
las primeras, y quizás las únicas, maestras en materia de educación
sexual que tuvieron nuestros ancestros. Pero para colmo de males,
después se alentaba a estos jóvenes a utilizar su experiencia sexual
inicial para buscar una chica “pura y virgen” con el objetivo de
cumplir sus sueños de construir un hogar.
De este pobre entendimiento, que rebaja a la mujer a ser un simple
objeto sexual, se ha valido el machismo para justificar el placer
únicamente para el hombre, al mismo tiempo que considera que el deber de
la mujer es complacer los deseos de su marido y engendrar hijos sin
ningún tipo de consideración por sus emociones o deseos. Este mensaje
popular se perpetuó con la ayuda de algunas enseñanzas bíblicas, fuera
de contexto, que promovían que era el hombre el que debía ejercer poder
sobre la mujer. De estas distorsiones, muchos arrastramos todavía
algunas secuelas.
Con vergüenza reconozco que, en mi adolescencia, uno de los
descubrimientos que más me impactó fue cuando me compartieron que las
mujeres también tenían capacidad para experimentar placer como los
hombres. Pensaba que los deseos sexuales eran tan viles, sucios y
depravados, que eran la carga que teníamos que sobrellevar como género
masculino. Este ejemplo ilustra la escasa formación que se me había
brindado en el campo sexual.
Pese al cambio de los tiempos, seguimos encontrando una escasa
comprensión y formación del tema en el hogar, en la escuela y en la
iglesia. Esto quiere decir que hablar de educación sexual sigue siendo
un tema tabú.
Los jóvenes, ante el silencio de los sus progenitores y frente a sus
demandas y necesidades, se forman o deforman, con el aporte que reciben
de sus padres, la televisión, Internet u otro medio de comunicación que
muestra el sexo como una transacción comercial desvinculado del amor, el
compromiso y las relaciones interpersonales estables y maduras.
¿Tienen algo que decir la iglesia?
Sin pretender generalizar, aún existen muchos sectores eclesiales que
continúan guardando silencio y que han sido víctimas de un enfoque
platónico que se viene arrastrando desde los primeros siglos de nuestra
era. Las ideas griegas y platónicas permearon la iglesia con conceptos
dualistas, lo cual produjo una separación entre lo espiritual y lo
físico y se comenzó a entender el sexo sólo como función reproductiva.
Quizás por ello, el libro de Cantar de los Cantares, (Shir hashirim”
en hebreo), recibió fuertes críticas y oposiciones para formar parte
del Canon Bíblico. Incluso, Martin Lutero y otros, quisieron excluirlo. A
algunos líderes se les ocurrió la idea de suavizar su contenido y
entenderlo como una alegoría en la que cada imagen relacional tenía que
ser entendida como una relación entre Jesús y su Iglesia; algo que, por
otra parte, violenta las reglas hermenéuticas de interpretación.
Como iglesia nos ha costado entrar en el dialogo de la educación
sexual. Obviamente existen excepciones, pero debemos reconocer que ha
sido más la labor de algunas organizaciones cristianas la que ha tenido
que desarrollar el tema desde una perspectiva más amplia y, nuevamente,
ante el silencio y marginación de la Iglesia.
El camino debe construirse desde la creación de puentes de
comunicación, dialogo, modelos, que incluyan, el respeto, la dignidad,
la tolerancia, la autopercepción y la aceptación, entre otros factores
indispensables que, por supuesto, deberían iniciarse en el hogar y
reforzarse en otros círculos más amplios, incluyendo las iglesias. Es
todo un reto, no lo niego, sobre todo en estos tiempos en los que los
medios de comunicación nos bombardean con estereotipos distorsionados de
lo que es el sexo. Pero “no nos avergoncemos de hablar de lo que Dios
no se ha avergonzado en crear” (Clemente de Alejandría).
Por Alexander Cabezas en Lupa Protestante
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