Muchas veces he sido blanco de enconadas críticas por mis compromisos
pastorales a favor de la unidad de las iglesias. Soy pastor y teólogo
bautista y, como tal, para muchos de mis amigos y amigas es sumamente
criticable que participe en acciones conjuntas con la Iglesia Católica,
que predique en iglesias que no son las de mi tradición denominacional
o, peor aún, que trabaje en proyectos interreligiosos, así estos sean de
corte social y solidario.
Así estamos: los evangélicos prefieren relacionarse con evangélicos,
los católicos reunirse con católicos, los pentecostales congregarse con
sus hermanos pentecostales y los neopentecostales celebrar con los
fieles de su propia megaiglesia. Y lo más grave es que a esto lo llaman
fidelidad a la sana doctrina, entereza teológica y lealtad cristiana.
¡Vea usted!
En mi caso, aprendí muy temprano, en la convulsionada Colombia de los
años 80, que la unidad no solo es deseable —como anhelo escatológico
futuro—, sino necesaria y urgente —como proyecto misionero presente—,
sobre todo si lo que buscamos como personas de fe es contribuir en la
construcción de un mundo que se parezca más al mundo con el que sueña el
Creador: justo, solidario y en paz (Shalom), donde nuestras
diferencias confesionales no sean vistas como obstáculo, sino como una
riqueza creativa para juntar las manos y servir en favor del sueño de la
reconciliación, que es el sueño del Reino.
John F. Kennedy expresaba con lucidez: «Si no podemos poner fin a nuestras diferencias, contribuyamos a que el mundo sea un lugar apto para ellas».
Kennedy no presumía de teólogo; fue lo que fue, pero ¡cuánto servicio
nos presta su frase para una labor teológica y pastoral en medio de
nuestro mundo plagado de hostilidades absurdas!
A propósito de mis opciones interconfesionales e interreligiosas,
guardo como tesoro inapreciable las amistades que he hecho durante estos
más de 35 años de peregrinaje a favor de la unidad; comencé muy joven,
por allá en 1980. La amistad ha sido mi mejor recompensa: amigos y
amigas de una iglesia y de la otra, gente con opiniones teológicas
contrarias a las mías (pero gente, al fin y al cabo), hermanos y
hermanas de diferentes confesiones y denominaciones que dicen lo que yo
nunca diría y hacen lo que yo jamás haría (pero hermanos y hermanas, al
fin y al cabo).
Mis convicciones bautistas, mis opciones evangélicas y mis principios
cristianos han crecido a la par de mi vocación ecuménica (aunque, dicho
sea de paso, nunca he sido miembro institucional de ningún organismo
ecuménico). Sea la oportunidad de agradecerles a todos su espléndida
amistad.
En estos días, mientras pensaba en estos temas, revisé en mi
biblioteca un libro que me regaló con su autógrafo mi amigo el pastor
Héctor P. Torres (ver fotografía adjunta); eso fue el año pasado
mientras estábamos en Miami, en la Feria Cristiana de EXPOLIT. Héctor,
para los pocos que no lo conocen, es uno de los pioneros en América
Latina de la doctrina de la guerra espiritual, la cartografía de
demonios, la teología de la prosperidad y otras especulaciones
teológicas (perdón, Héctor). Ha escrito varios libros (algunos de ellos
con Peter Wagner), ha ofrecido cientos de conferencias y predicado miles
de sermones sobre esos temas. Poco tengo que ver con estas enseñanzas,
pero mucho que hacer con gente como Héctor. Lo conocí hace muchos años;
he discutido con él varias veces; trabajamos juntos en la creación de
una red latinoamericana de oración. Pese a las diferencias, mantenemos
la amistad; por encima de los desacuerdos teológicos, valoramos nuestra
común vocación de servicio a las iglesias; él a su manera y yo a la mía.
Nuestras divergencias no impiden nuestro afecto, ni las contrariedades
el respeto mutuo.
Por Harold Segura C. en Lupa Protestante
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