Las rupturas cristianas que [tan solo] reflejan la sociedad rota
La semana pasada celebramos la “oración por la unidad de los
cristianos” en nuestra iglesia, una iglesia protestante o evangélica
aquí en Barcelona, junto con las parroquias católicas de nuestro barrio.
Es algo que hacemos desde hace 48 años e imagino (no estoy del todo
seguro) que fue uno de los barrios pioneros en este tipo de iniciativas a
finales de los 60’s, desde las mismas comunidades cristianas.
Fue una reunión en la que tuvimos la participación de una coral
Gospel, formada por gente diversa, algunos creyentes y otros no, algunos
ateos, pero que les atrae este tipo de canto. Fue un encuentro
estupendo, muy animado por el canto de los espirituales negros. Al
final, me dijo el director de la coral: “se ve que la oración por la
unidad no ha funcionado mucho, si llevan tantos años orando y seguimos
tan separados…”
Este comentario me hizo pensar en estos días sobre esa realidad de la
fragmentación del cristianismo: las diversas iglesias, las distancias y
las suspicacias, los prejuicios que operan en las maneras de mirar al
otro,
las insuficiencias de nuestras prácticas ecuménicas o incluso la
superficialidad de ciertos actos ecuménicos que se quedan en la foto y
no incluyen a las comunidades. Pero, sobre todo, me hizo pensar en una
reflexión del teólogo sudafricano David Bosch quien, hace más de 30
años, hablando de diversos encuentros ecuménicos internacionales, en los
que siempre se dan determinadas exclusiones, señaló que en tales
reuniones oramos y cantamos a Dios “desde nuestras cadenas”.
Entonces, parece que las rupturas, los distanciamientos y las suspicacias de las diversas iglesias tan sólo reflejan el modo en que se constituyen y operan las diferencias y los conflictos en la sociedad. Son esas roturas, conflictos y guerras incesantes que forman parte de la historia de las sociedades, y también de la historia de las iglesias.
Entonces, parece que las rupturas, los distanciamientos y las suspicacias de las diversas iglesias tan sólo reflejan el modo en que se constituyen y operan las diferencias y los conflictos en la sociedad. Son esas roturas, conflictos y guerras incesantes que forman parte de la historia de las sociedades, y también de la historia de las iglesias.
El filósofo Jacques Derrida, en un libro sobre la amistad,
analiza largamente un adagio de Nietzsche que dice: “Amigos, no hay
amigos – gritó el sabio moribundo. Enemigos, no hay enemigos – grito yo,
el loco viviente”. Derrida comenta que esa relación entre amigos y
amigos, y entre amigos y enemigos, es una relación que está siempre
fracturada y que expresa todas las ambigüedades de los vínculos que
pretenden construir la armonía y la paz entre unos y otros.
El “mito” de la iglesia unida y la promesa de la catolicidad
Posiblemente por eso, las iglesias cristianas suelen mirar con
nostalgia hacia una supuesta unidad originaria, la denominada iglesia
primitiva. Esta es una visión que cada vez se cuestiona más, pues se
trata de una visión mítica (o mitificada) de los orígenes del
cristianismo: Nunca existió una iglesia cristiana, siempre hubo
iglesias, en plural, con cristianismos originarios;
pero, además, junto con las experiencias de una vida comunitaria
novedosa e intensa en los orígenes del cristianismo, también tuvieron
lugar los conflictos, las disensiones y las polémicas que marcaron
distancias e incluso las rupturas.
Dicho esto, ¿cómo se puede pretender el ecumenismo? es decir, ¿Cómo
se puede realizar la búsqueda de la unidad de los cristianos si el
germen de la contradicción, por no decir las incesantes divisiones,
atraviesa también a las iglesias cristianas? Y, todavía más, ¿acaso no
ha sido siempre así, es decir, que toda la historia de las iglesias es
una experiencia de frustración con respecto a una unidad que jamás ha
tenido lugar?
También se ha de señalar que la unidad entre las diversas comunidades
cristianas es algo que ya se confiesa en los primeros siglos del
cristianismo. Estas confesiones señalan determinadas acciones e
intenciones relacionadas con la unidad de los cristianos, pero no
cualquier tipo de unidad (como la unidad de una cultura o la unidad
política de un imperio, o la unidad de una lengua, o la unidad que
deriva de una organización o institución). No, la unidad que se confiesa
como una manera de definir la iglesia cristiana, dentro de una realidad
de pluralidad de iglesias, es la unidad deseada por Dios y que refleja a
ese Dios, el Dios de los cristianos.
En este sentido, lo que vemos es que la unidad de los cristianos es
solamente una promesa, una promesa de Dios. No es más y tampoco es
menos. En el evangelio de Juan aparece esa promesa en la oración de
Jesús, de todos conocida: “Te pido que todos ellos estén unidos; que
como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros,
para que el mundo crea que tú me enviaste.” (Jn 17, 21). Pero el
término “promesa”, en el sentido bíblico, significa una acción por parte
de Dios que hace que algo sea ya real y, por otra parte, algo que
todavía está por realizarse, algo que se tiene que esperar, pero esperar
desde la fe viva. Al mismo tiempo, el que la unidad de los cristianos
sea una promesa, significa que hay una interpelación hacia todas las
comunidades cristianas: es un llamado a buscar y trabajar por el
testimonio de esa unidad, pero desde la promesa dada por Dios y no desde
la pretensión de que nosotros podemos construir esa unidad.
Para hablar de esa promesa, desde los primeros siglos se le aplicó a
la iglesia, el término “católica” (el primero en usarlo es Ignacio de
Antioquía, a inicios del siglo II [Epístola a los Erminiotas], después aparece en muchos otros escritos y, sobre todo, en las confesiones, como el credo Niceno, o el Apostólico).
Decir que la iglesia cristiana es “católica” es algo que se debe
entender bien, porque existe la idea poco exacta de pensar que significa
“universal”. Y no es así.
El término, compuesto por “katós” y “holós”, quiere decir literalmente
“según el todo”, y el uso adecuado de la palabra supone el
reconocimiento de una diversidad, de una pluralidad que algo tiene de
inconmensurable o que no puede definirse de manera total. En otras
palabras, la catolicidad implica que no es posible una definición
absoluta de la iglesia, puesto que hay algo que escapa al control y a la
sistematización que pretende encerrarla.
En los últimos tiempos los teólogos han recuperado este sentido de
“catolicidad” que no es sinónimo de universalidad, sino que apunta a esa
diversidad de comunidades que se hallan bajo la promesa, por parte de
Dios, de que todas “sean uno”. Así, se puede entender “catolicidad”
desde la imagen del canon bíblico. Por ejemplo, recordando un famoso
pasaje de Ireneo (Adversus haereses) sobre la razón por la que hay cuatro evangelios, y no puede haber menos ni más que esos cuatro:
“Es imposible que los evangelios sean más o menos de lo que son.
Porque, como hay cuatro regiones del mundo en que vivimos, y cuatro
vientos principales, así también, aunque la iglesia está esparcida por
sobre toda la tierra, y el pilar y el cimiento de la iglesia son el
Evangelio y el Espíritu de vida, es justo que ella tenga también cuatro
pilares, que soplan inmortalidad hacia cada lado, y vivifican de nuevo a
la humanidad. De todo esto resulta evidente que el Verbo, el Hacedor de
todo, quien se sienta entre querubines y todo lo incluye, quien se ha
revelado a la humanidad, ha dado el Evangelio bajo cuatros aspectos, pero unidos por un solo Espíritu…”
Y si bien muchos académicos suelen mofarse de este pasaje, pues el
argumento parece una relación casi mágica del número cuatro, en realidad
Ireneo apunta a algo básico e importante: el evangelio que se anuncia
por todos lados y a toda gente es un testimonio que incluye la
diversidad y mutiplicidad de “toda la tierra habitada” (la Oikoumene),
desde una diversidad que ya está presente en el hecho de que no hay
uno, sino cuatro evangelios en el canon del Nuevo Testamento.
Por otro lado, la “catolicidad” (como algo que va más allá de la idea
de universalidad) también se puede comprender mejor con el paradigma
trinitario: en efecto, los teólogos de los últimos tiempos han re –
descubierto la importancia de una comprensión relacional del Dios
bíblico, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, lo cual significa, entre
otras cosas, que la unidad de Dios se expresa en la comunión y en la
alteridad que tiene lugar en ese misterio llamado Dios, un misterio que
se revela como Tres que son Uno.
El concepto que se ha recuperado, para explicar mejor a este Dios “cath
– holico”, en cada persona de la Trinidad incluye totalmente a la otras
y se define en relación con esas otras, es el término pericoresis,
que se traduce como interpermeación o interpenetración y que remite a
la imagen de una danza. La “catolicidad de Dios, por decirlo así, es una
comunión, un intercambio mutuo y total. Es lo que de manera sencilla se
afirma cuando se dice que Dios es amor. Una de las implicaciones más
importantes de esto consiste en que la comunidad cristiana, es decir la koinonía,
no implica solamente un sentimiento comunitario o de compañerismo, sino
que supone saberse parte de algo más grande, compartiéndolo todo, lo
que incluye el amor y los bienes y los recursos, lo que incluye también
las tradiciones, las doctrinas y la oración común.
El desafío de la catolicidad no es para nosotros, sino para Dios
Hasta aquí nos ayudan los teólogos. Pero no mucho más, porque la
promesa de la unidad de los cristianos sólo puede desplegarse en el
camino de la experiencia comunitaria y, concretamente, en la manera a
como se responde a esa promesa, que es una orden (y una oración… de
Jesús), de convertirse en hermano del prójimo, del otro, del que no era o
no puede ser mi hermano o del que ha sido mi enemigo.
Es aquí donde parece pertinente lo que decía de los filósofos de
nuestra era moderna (Nietzsche, Derrida, etc.) cuando señalan que parece
haber siempre una fractura o quiebre en la amistad o la enemistad
(amigo / enemigo). Es algo parecido a lo que reflexionan los filósofos
de lo político cuando nos recuerdan que no sólo es complicado construir la paz, la
armonía, la convivencia, en la sociedad política de hoy, sino que
nuestras experiencias históricas están marcadas más bien por la ruptura,
las suspicacias, las actitudes guerreras y las políticas de exclusión.
Habrá que admitir que en nuestras comunidades cristianas la cosa no
es tan diferente, pues la promesa de la unidad, ese desafío de la
“catolicidad” de la que hemos hablado, queda atravesada por los modos en
que nos definimos frente a los demás, en el mundo, por decirlo así. Y
ese modo de hacerlo está lleno de sombras, de oscuridad.
Aquí podría decir algo como psicoanalista, en tanto el análisis de lo
inconsciente nos permite reconocer que los modos de constitución de
nuestra identidad siguen más bien los caminos del narcisismo, antes que
el reconocimiento de la alteridad. En primer lugar, porque el narcisismo
no tiene tanto que ver con egoísmos explícitos, sino con la ilusión de
suponer que el otro es “mi otro”, es una realidad que yo he proyectado,
es quien yo “supongo” que es y desde allí le defino. Porque no es
posible reconocer la realidad de manera directa, porque siempre nos
constituimos desde esas ilusiones que nos permiten ciertas seguridades y
nos reconfortan como “buenas personas”. La imposibilidad de amar, dicho
desde el psicoanálisis, consiste en que solamente nos amamos de modo
narcisista, incluso cuando suponemos que lo damos todo a la persona
amada. Esto no es difícil de reconocer en nuestras sociedades
contemporáneas, por ejemplo en la manera como se articulan actualmente
las relaciones amorosas, caracterizadas por el miedo al compromiso.
Pero, en segundo lugar, el psicoanálisis plantea que las relaciones
más significativas, como por ejemplo aquellas en las que nos atrevemos a
amar al otro, son las relaciones donde más intensamente se atraviesa el
dolor y el sufrimiento. Es en esas experiencias en las que
experimentamos todas las ansiedades, angustias, temores e incluso odios,
porque toda experiencia de amor ocurre en el tiempo y en el espacio,
aquí en el mundo, y porque está marcada por la muerte, que es
previsible. Entonces, frente a ello, resulta prácticamente imposible
para nuestra humanidad responder al llamado que nos promete (y nos
ordena) que amemos a un extraño, a un enemigo.
Es aquí donde querría plantear que la tarea ecuménica, el desafío de
la catolicidad, no es un reto para nosotros, simplemente porque nos es
imposible. Visto así, el desafío es en realidad el desafío para Dios, el
Dios de los cristianos o el Dios del crucificado. Esto significa
entonces, reconocer la imposibilidad de construir la Oikoumene
en tanto se confiesa que se trata de una promesa de Dios, de un deseo
que no nos pertenece, puesto que se halla más allá de nuestra realidad.
Y, sin embargo, esa promesa supone para nosotros un mandato que exige
una obediencia: el mandato de “amarás a tu prójimo / amarás a tu
enemigo”. Y, dicha promesa, es también la acción de Dios que irrumpe en
nuestra realidad como el Dios del crucificado, para reconciliar en su
muerte a todos los muertos en el pecado.
Es aquí donde hallamos que la capacidad cristiana de la unidad deriva
de la experiencia del seguimiento del Mesías crucificado, pero que sólo
puede suponer la experiencia de una respuesta a su llamado. ¿Cómo
respondemos a ese llamado y cómo podemos decir que, al responder,
participamos de la promesa de la unidad? Creo que eso, dicho muy
brevemente, supone para nosotros dos dimensiones de la experiencia
comunitaria que quiere cultivar el ecumenismo: una es nuestra
experiencia del mundo, que vive de espaldas a Dios, y la otra es la
mirada hacia los condenados del mundo que nos anuncian la vida
resucitada.
Diría, de modo breve, que la experiencia de las comunidades
cristianas que admiten que la catolicidad es un desafío para el Dios
cristiano supone reconocer que su experiencia en el mundo es idéntica a
la experiencia de todos: creyentes y no creyentes, quienes creen que
creen y quienes creen que no creen, ateos y agnósticos, todos
participamos de una experiencia mundana que nos sitúa de espaldas a
Dios, en el silencio de Dios, en la ausencia o la nada que parece
envolver toda la realidad de la que participamos, sin que la podamos
realmente ver, porque todos vivimos atrapados por la necesidad, por las
urgencias de la cotidianidad y porque lo que hacemos nos viene exigido
por los moldes de los que formamos parte. Esto no es siempre evidente, y
también es cierto que las experiencias religiosas nos permiten hacernos
imágenes de Dios y pactar con ellas, pero eso no resuelve lo primordial
de esa vida en la que estamos “arrojados en el mundo”, que no sólo
tiene que ver con la mortalidad, sino con la injusticia, con la
desigualdad, con el sufrimiento que deriva de aquello que se nos
presenta como el mal de este mundo.
Creo que esto es algo que se expresa bien en las reuniones
ecuménicas, cuando las comunidades cristianas confiesan su pecado,
cuando reconocen en la oración común que no están unidas y lo confiesan
públicamente en sus plegarias. Esto muestra lo tremendamente serio que
significa decir todos juntos en el Padre nuestro: “perdona nuestras
deudas…”
La otra dimensión de la búsqueda ecuménica, por parte de las
comunidades cristianas que asumen que la catolicidad es un desafío
imposible, un reto que sólo puede asumir el Dios cristiano, es la
dimensión de la mirada que se sostiene frente a los pequeños del mundo.
Esto quiere decir que solamente en los condenados de la tierra, en la
gente que vive “sin Dios”, que son los “crucificados” de la historia, es
a donde pueden mirar las comunidades para hallar la unidad prometida.
En otro lenguaje, este es el camino de la misión para la iglesia, que
consiste en anunciar al mundo la buena noticia, solamente que este
anuncio es el anuncio de que un crucificado ha sido resucitado, y que
ese crucificado es Dios. Pero, veamos esto con los ojos de los autores
bíblicos: no se trata de unos “iluminados” que llevan la salvación para
los paganos que viven en la oscuridad, sino que se trata de un anuncio
donde se muestra esa misma resurrección en el poder del Espíritu, y esto
significa que los ciegos ven, que los cojos caminan, que los presos y
los endemoniados son liberados.
Para nosotros este lenguaje es algo ajeno, distante, pero se puede
expresar de este modo: es entre la gente humillada, la gente que paga el
castigo de toda injusticia, la gente sola, los desechos de la sociedad,
donde se manifiesta ese Dios crucificado, como perdón, como
reconciliación, como nueva vida. No puede haber misión sin que la mirada
y las acciones de las comunidades se sitúen allí, en el lugar donde los
muertos vuelven a la vida y experimentan el perdón, y perdonan a su
enemigo. Es entonces, y sólo entonces, cuando se comprende un poco, no
de manera total pero si bajo una nueva luz, que hasta ese momento no
sabíamos que somos un cuerpo, una familia, una nueva humanidad.
Entonces, y sólo entonces, la iglesia es radicalmente diversa y es una,
es entonces cuando es auténticamente católica = según el todo. Un todo
que viene dado desde el misterio de la cruz.
No hay ecumenismo sin la reconciliación que viene desde abajo, desde
los pobres, porque es el camino de la cruz, es desde allí desde donde
surge el Espíritu del resucitado.
Por Víctor Hernández en Lupa Protestante
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