miércoles, 9 de marzo de 2016

El pecado de Sodoma y el Dios que salva

¿En qué consistió el pecado de Sodoma? ¿Es realmente un pecado sexual, como quiere interpretarlo el debate contemporáneo sobre la homosexualidad? ¿Qué mensaje ofrece Génesis 19 si partimos desde la misma propuesta del texto bíblico? Estas notas quieren evitar interpretaciones reduccionistas y plantean la importancia que tiene el uso de una adecuada hermenéutica.

Dos observaciones previas. La primera, se debe tener en cuenta que no es sencillo definir “pecado”, porque remite a un problema complejo que ha acompañado la historia humana: el problema del mal. Existe una tendencia a definir el pecado como meras “transgresiones” a reglas morales; y no es así, pues aunque incluye la transgresión y la culpabilidad, la noción de pecado es algo más mucho más profundo: incluye el misterio de la ceguera humana, y su apego, a la capacidad de destruir a los demás y a sí mismo.

Segunda observación, el pecado se define de un modo en el lenguaje doctrinal, o en la teología dogmática, pero en la Biblia se muestra de modo diferente, con un lenguaje que tiene la forma literaria y que comunica un mensaje de salvación. Es fundamental darse cuenta que la Biblia no es un manual de moralidad ni un libro con definiciones doctrinales; no, la Biblia es historia de salvación que nos interpela. El Dios que se revela en las Escrituras siempre está llamando a la conversión, a reconocerle y a responder de acuerdo a la misericordia con que Dios actúa.

El pecado de Sodoma, y su castigo, se narra en Génesis 19, pero el relato comienza en el capítulo 18. Allí, Dios visita a Abraham en Mamré y tiene lugar la conversación en la que Dios reitera su promesa de darle un hijo a Abraham (eran ya largos años de espera con respecto a esa promesa), Sara se ríe y Dios le dice que al año siguiente tendrá un hijo y se llamará Isaac (risa). La risa de Sara es por lo que está pensando (el v. 12, en hebreo, dice: “después de gastada, voy a sentir placer sexual [‘edná]?) pero en esa situación tan imposible, reside el poder de Dios para cumplir su promesa (v. 14 ¿qué hay imposible para Dios?), que es una promesa de salvación para todos, pues en Abraham serán bendecidas todas las familias de la tierra.

Y entonces, antes de partir, Dios le habla a Abraham sobre Sodoma. La expresión del v. 17 es peculiar: Dios se pregunta cómo puede ocultarle a Abraham lo que viene y los vs.18 y 19 muestran la confianza de Dios puesta en Abraham y la intimidad que les une. La expresión hebrea yêda’tiv (le conozco) tiene el sentido de esa confianza íntima. Aquí podemos destacar dos cosas que contrastan con el pecado de Sodoma: Abraham es un estupendo y diligente hospedador con sus invitados (18:2-8) y los habitantes de Sodoma actuarán de modo radicalmente opuesto. Por otro lado, vemos dos significados opuestos del verbo hebreo yadá’ (conocer íntimamente, tener sexo): mientras que la relación de Dios con Abraham es cercana, de confianza total (v. 19, yêda’tiv), en cambio los de Sodoma quieren agredir sexualmente a los invitados de Lot (19:5 yêda’h). Son las acciones y actitudes en el relato, radicalmente opuestas, las que determinan el sentido que tiene el verbo hebreo.
En 18:20 Dios dice que han llegado a sus oídos una “denuncia” (en hebreo ze’acá, “querella”, es un término técnico jurídico que designa la petición de ayuda de quien se siente gravemente lesionado en su derecho, la RV60 traduce “clamor”) de la extrema maldad de Sodoma y Gomorra.

Como vemos, Dios se dirige a verificar este reclamo de quienes sufrían la violencia de la injusticia. Y entonces tiene lugar el famoso diálogo de amigos, entre Dios y Abraham (18:23-33). Es una conversación formidable, porque vemos en juego la íntima confianza, el regateo de Abraham, la incansable paciencia de Dios para bajar la cuota de justos y así perdonar a Sodoma y Gomorra. Es un bello texto que nos muestra a un Dios que baja el listón de modo inimaginable (¿se perdona a toda una ciudad por 50 justos, 45, 40… por tan sólo 10? ¡Sí, por la ridícula cantidad de 10 se le perdonará!). Sobre todo, la Biblia quiere dejarnos claro que Dios tiene un incasable propósito de salvar, de redimir.

Pero el capítulo 19 nos muestra el extremo de la maldad de los habitantes de Sodoma. Lot acoge a los visitantes (en hebreo mal’ajím, mensajeros) y les hospeda, como es propio de la culturas orientales del mundo antiguo (el derecho de hospitalidad era algo sagrado). Pero los ciudadanos de Sodoma vienen y quieren violarlos (v. 5). El verbo yadá’ se traduce por acostarse con ellos, como ya dije, pero el relato deja en claro que se trata de una agresión sexual colectiva, que incluye “desde el más joven hasta el más viejo” (v. 4). No es que toda la población masculina fuera homosexual, sino que todos quieren participar de la agresión sexual contra los visitantes. Sabemos que la violencia sexual es propia de toda situación de dominación, de fuertes sobre débiles, sobre todo en situaciones de guerra, pero es inconcebible que se pretenda violar al huésped de un vecino que cumple con el deber sagrado de hospedar.

Es un relato que muestra la crudeza extrema de la maldad, la violencia que se ejerce contra el prójimo. Los profetas interpretaron así la maldad de Sodoma y Gomorra: Isaías 3:9; Ezequiel 16:49; Jeremías 23:14. Jesús también interpretó la maldad de Sodoma como pecado que rechaza la buena nueva, es decir que rechaza a Dios: Mateo 11:20-24; Lucas 10:10-12.

El mensaje de la Biblia es profundo, rico, inexhaurible, pero además es un mensaje vivo que nos interpela para volvernos a Dios. Por eso me parece lamentable el reduccionismo de la interpretación contemporánea sobre la homosexualidad, que hace uso del relato del pecado de Sodoma para sus argumentos.

Hay otros textos bíblicos que se pueden (y se deben) debatir, pero este relato tiene un mensaje distinto: en medio de la profunda (e incomprensible) maldad humana extrema, hay un Dios que quiere salvarnos y que se propone actuar para que esa salvación alcance a todos, incluso al pobre Lot que se guía sólo por lo que ven sus ojos (13:10-11). Por eso la Biblia destaca el papel de Abraham, que se fía de la promesa, aún cuando sus ojos no vieran nada y seguía esperando en Dios, porque sabía que es fiel y que cumple su promesa (Santiago 2:23). Sabemos que esa promesa se hizo carne y vida en Jesucristo, y creemos que en su muerte y resurrección Dios nos hace vivir en la sobreabundancia de su gracia.

Por Victor Hernández en Lupa Protestante

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