El presente artículo quiere presentar un proyecto sobre la pastoral
de la sexualidad en el que se van a tratar algunas líneas maestras, que
consideramos imprescindibles, para encuadrar la labor pastoral en un
tema tan amplio y tan controvertido como la sexualidad humana.
El cristianismo a lo largo de los siglos de su existencia ha
construido todo un sistema teológico y ético para abordar la realidad de
la sexualidad, y esto ha marcado su ser y estar en el mundo, así como
las sociedades a las que ha dado lugar. En un artículo como éste no
podemos abordar el tema en su tratamiento histórico,
pero de lo que debemos ser conscientes es de que nuestra propia
construcción ético-teológica de la sexualidad es el resultado de dicha
historia. La visión “tradicional” cristiana sobre la sexualidad hace
tiempo que ya fue puesta en cuestión por el pensamiento contemporáneo,
hoy es prácticamente un hecho, que en la mayoría social nadie mantiene
los postulados de aquella; y en las minorías cognitivas, que en Europa
representan las iglesias cristianas, a duras penas se mantienen los
equilibrios que suponen la dicotomía de una sexualidad, tal y como se
vive en la sociedad europea secularizada y por las diferentes éticas
cristianas.
No obstante, y como nuestro artículo se enfoca en una perspectiva pastoral y, por tanto, práctica, no exclusivamente histórica, ética o teológica, aunque ninguna de estas áreas se puede disociar por completo, queremos acotar nuestro objeto de reflexión desde la perspectiva de la mayoría de las iglesias evangélicas españolas. En esta “muestra” social tan concreta impera, en un sector no pequeño, un pensamiento fundamentalista o de un talante profundamente conservador, y esto, por supuesto, afecta a la comprensión que se tiene de la sexualidad. Como muestra el “debate público” actual en torno a la homosexualidad y las actitudes que se vienen manteniendo respecto a ella.
No obstante, y como nuestro artículo se enfoca en una perspectiva pastoral y, por tanto, práctica, no exclusivamente histórica, ética o teológica, aunque ninguna de estas áreas se puede disociar por completo, queremos acotar nuestro objeto de reflexión desde la perspectiva de la mayoría de las iglesias evangélicas españolas. En esta “muestra” social tan concreta impera, en un sector no pequeño, un pensamiento fundamentalista o de un talante profundamente conservador, y esto, por supuesto, afecta a la comprensión que se tiene de la sexualidad. Como muestra el “debate público” actual en torno a la homosexualidad y las actitudes que se vienen manteniendo respecto a ella.
Por tanto, este proyecto de pastoral de la sexualidad quiere
presentar, no tanto un plan de acción concreto, sino una propuesta de
reflexión acerca de cómo se piensa y se vive la sexualidad en las
iglesias evangélicas, y algunas pautas de lo que debería ser a nuestro
juicio, tanto la atención de la pastoral en esta área, como de la
construcción de nuestra propia sexualidad, a la luz de los principios
vitales-espirituales del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
El punto de partida
Aunque ya en la introducción hemos situado el ámbito de nuestro
estudio, ahora queremos concretarlo un poco más. El tratamiento que la
sexualidad recibe en la mayoría de nuestras iglesias deriva de una
comprensión “cerrada” de la realidad. Se pretende extraer una serie de
“verdades inmutables” directamente de los textos bíblicos, sin más
consideraciones sobre las determinaciones socio-culturales e históricas
que hay en los mismos. Por supuesto, en este proceso exegético no se
tiene en cuenta el acervo de conocimiento que hoy proveen las diferentes
disciplinas científicas del mundo académico, así que se produce un alto
nivel de enajenación respecto de la cultura y la sociedad
contemporáneas.
El resultado de este posicionamiento es que dicha construcción
bíblico-teológica, que en sí misma no puede aspirar más que a ser
contingente y parcial, se erige como un absoluto, lo cual viola
gravemente el “principio protestante”,
que según Paul Tillich, se define porque algo concreto y particular no
puede aspirar a convertirse en “lo absoluto”, sin riesgo a deformarse
demoníacamente. La cuestión es que en virtud a un “principio de
autoridad”, este constructo ideológico se impone sobre la vida de los
creyentes cristianos. El constructo fundamentalista no puede
cuestionarse porque se iguala con la Palabra de Dios, por lo que la
opinión particular e individual se anula heterónomamente. No hay
libertad de pensamiento ni de conciencia, so pena de estigmatización o
de abierto rechazo y censura. Así la libertad individual no tiene más
remedio que ceder frente al peso supuestamente de la “Palabra de Dios”.
Por tanto, el “yo” no es susceptible de ser desarrollado, de crecer o de
madurar en su autodefinición, porque está destinado exclusivamente a
obedecer lo exigido supuestamente por las Escrituras.
El efecto de esta renuncia a la libertad y a la autodefinición como
persona produce, paradójicamente al igual que el sistema
jurídico-eclesial de la iglesia romana, una grave “inseguridad
ontológica”, tal y como la define Eugen Drewermann en su libro Clérigos.
Decimos que es paradójica, porque el movimiento de la Reforma se alzó
precisamente contra la construcción heterónoma de la iglesia medieval,
en la que el individuo quedaba diluido en el poder socio-institucional
de la cristiandad. La Reforma permitió construir e hizo que emergiera el
individuo occidental moderno,
y ahora, en su evolución fundamentalista niega aquello que le
constituyó como su condición de posibilidad. La ética protestante huyó
siempre de cualquier casuística en pro de una libertad de conciencia a
la luz de las Escrituras y de una responsabilidad personal sin imposiciones externas.
Así que muchos evangélicos adolecen de esta inseguridad ontológica
que les produce un miedo aterrador transgredir lo dicho en la Palabra de
Dios, lo que provoca que cualquier desviación, en lo que ellos asimilan
como tal, sea absolutamente rechazado sin posibilidad de evaluación
crítica. Parafraseando a Drewermann podemos decir que cada vez que surge
una amenaza de libertad (entendida como la desviación de la “sana doctrina”) la mente del evangélico se
trastorna y su imaginación se debate literalmente en una angustia
mortal, ante la sola idea de que Dios pueda condenarle por culpa de su
infidelidad a la doctrina de la Biblia. El miedo ocupa el lugar de la libertad de conciencia y del libre seguimiento de Cristo.
En este estado de cosas, sobre la sexualidad se extiende un mero
entramado jurídico, extraído de las páginas de la Biblia, que sanciona
lo prohibido y lo permitido, y que de su cumplimiento estricto y sin
fisuras deriva todo discurso en las iglesias acerca de la vivencia de la
sexualidad.
El papel del pastor y de la iglesia en la pastoral de la sexualidad
Las iglesias evangélicas, a falta de un magisterio y de una jerarquía
institucionalizada, tienen una fuerte dependencia de la figura del
pastor
para determinar la práctica y la vivencia de la fe. Por ello,
entendemos que la figura pastoral es clave en el desarrollo y
crecimiento de los miembros de cada comunidad. No sólo en lo que el
pastor enseña, sino en la persona que el pastor llega a ser. En este
sentido, analizamos el rol pastoral en lo que afecta a la pedagogía y
atención a la realidad sexual de las personas a las que sirve.
Es cierto, que Drewermann ofrece una interpretación a partir de la
teoría del psicoanálisis, que resulta muy iluminadora y esclarecedora en
su exposición sobre el clero católicorromano, pero también considero
que en determinadas aspectos es igualmente aplicable, no solo a los
pastores evangélicos, sino a cualquier persona que haya sido
“enculturado” y vivido su adolescencia y juventud en una iglesia
evangélica, sobre todo en aquellas que han basado su pastoración en
ideales morales, que en su condición de tales, resultan, en la práctica,
irrealizables.
En cualquier caso, y centrándome en la figura pastoral, es importante
resaltar cómo nuestros propios procesos emocionales y sistemas
familiares,
pero también la manera en que hemos sido formados, qué tipo de moral se
nos haya trasmitido, o qué vivencia de la sexualidad hayamos construido
a partir de las pautas éticas recibidas, nos condiciona en nuestra
construcción como personas
y, por tanto, también en nuestro ejercicio pastoral. Así, como a su
vez, en la capacidad que acabaremos teniendo como pastores para ayudar a
otros en sus propios problemas o situaciones vitales.
Por todo ello resulta importante que el pastor gane un adecuado nivel
de autoconsciencia acerca de su realidad como persona, de sus
potencialidades, pero también de sus propias limitaciones o carencias,
así como de sus miedos e inseguridades, y no presentarse nunca ante su
congregación como la persona que no es. Considero que la idea
fundamental del libro de Drewermann es que el pastor debe vivir su
pastorado desde la persona que es y nunca desde la función que
representa, y mucho menos intentar ser la persona que no es.
Pero no solo al pastor, sino a toda la iglesia como comunidad le
compete una participación en la pastoral de la sexualidad. En este
sentido me ha parecido especialmente iluminadoras las palabras de
Drewermann cuando dice:
“Si la Iglesia quiere ser fiel a su propia auto-comprensión, por
la que se distingue de los demás grupos humanos, tendrán que ser una
comunidad que no esté basada en la percepción de la carencia como
principio o en estructuras de violencia internalizada, sino que viva
esencialmente de la gracia, como don de Dios, y de una actitud de
confianza mutua, como apertura a los demás”.
Un pastor, y por extensión también la comunidad, que vive de una
constante autocontención para convertirse en aquella persona que no es,
que vive de una negación constante de su realidad como persona, que
tiene inseguridad porque no ha sido capaz de construirse un yo afirmado
con creatividad y libertad, supone que se hace violencia a sí mismo, y
que necesariamente eso le acabará pasando factura a su propio pastorado.
Así que se requiere evitar aquella “inseguridad ontológica”, de la que
hablábamos anteriormente, o sea, “que por miedo a su constitutiva falta
de personalidad, necesita absolutamente el desempeño de una función o
cargo público “singular”, para poder realizarse como persona”.
Aquí nos encontramos con las experiencias de muchos pastorados que
rayan en el autoritarismo, determinados “apostolados” de elección cuasi
divina o unciones mesiánicas. La persona vive en función del cargo, lo
que es incapaz de vivir personalmente, en un ansia de poder, que
parasita a los demás y subyuga la vida emocional y espiritual en vez de
servirlos. Esto convierte la iglesia en un páramo espiritual, emocional y
personal. Toda comunidad debe resistir los cantos de sirena y los
sueños de grandeza, que esconden los “yoes” disminuidos y reprimidos de
aquellos que no asumen el riesgo de vivir sus propias vidas.
Por eso, en palabras de Drewermann: “parece mucho más humano, y, por
consiguiente, mucho más auténtico, plantearse la cuestión de cómo llega
un individuo a forjarse un determinado ideal y a elegirlo como modelo de
su existencia”.
Por eso es fundamental la experiencia del pastorado como una vocación
personal, como el resultado de la construcción de uno mismo, y no vivir
de la “función” pastoral; estando en constante apertura y contacto con
los otros, viviendo de nuestra propia realidad como personas, y
aceptando la realidad personal de nuestros hermanos y hermanas. Quizás
el énfasis luterano de “justos y pecadores al mismo tiempo” parece
indispensable contra un perfeccionismo moral, que en tantas ocasiones ha
constituido la moral cristiana.
Por tanto, el pastor debe vivir de ser una persona en construcción
como el resto de sus hermanos, que tiene la oportunidad de crecer con
ellos, pero también de producir el cambio en el sistema familiar
congregacional a través de su propia autodefinición y construcción como
persona, quizás no haya trabajo más urgente en la tarea del cuidado
pastoral, después del ministerio de la Palabra y los sacramentos.
El perfeccionismo moral y la sexualidad
Contrario a ese modelo de construcción personal y de crecimiento y
madurez emocional a menudo en las iglesias cristianas se ha enfatizado
un perfeccionismo moral, sobre todo, en materia sexual. Como ya hemos
dicho, en muchas iglesias evangélicas la Biblia se convierte en “ley”,
que hay que obedecer, y que marca lo prohibido y lo permitido. La
vivencia de la sexualidad reside en acatar tales prescripciones. Se
postula, por tanto, que fuera del matrimonio no está permitido ninguna
experiencia sexual. Así que se vive como si antes del matrimonio la
persona fuera prácticamente asexuada, y que a partir de la boda, al
levantarse las restricciones, todos los problemas y luchas del soltero,
ahora casado, han quedado resueltos y satisfechos. Semejante visión
jurídica de la ética y la sexualidad comporta no pocas tragedias y
fracasos personales.
Aunque las iglesias evangélicas representaron una mejora respecto de
la iglesia católicorromana, porque permitieron el matrimonio a sus
pastores y porque de entrada no se consideró el sexo o el placer en una
vertiente negativa, muchas iglesias protestantes en la práctica han
vivido de un cierto grado de ascesis y no pocas restricciones hacia el
cuerpo o el placer. Por tanto, se ha vivido una ética de máximos, sobre
todo en los muchos grupos disidentes y sectas, que requerían una
distinción y visibilización social, pero una sexualidad de mínimos.
Por ello, la sexualidad se ha vivido y se sigue viviendo de una
manera muy idealizada, que no permite vivir las contradicciones y los
riesgos que comporta dentro de la experiencia humana. Así que es urgente
una aproximación, no indulgente ni meramente conformista con la moral
imperante en la sociedad, pero sí realista y ajustada a la realidad
social como ciudadanos del s. XXI. No podemos seguir teniendo las mismas
expectativas que las sociedades arcaicas y preindustriales, donde las
personas ingresaban en la vida de adultos, aparejada su vida sexual, en
edades muy tempranas, en comparación con el retraso a la adultez, con
responsabilidad social o económica, en etapas mucho más tardías en la
actualidad, incluida la edad a la que las personas ingresan al
matrimonio. Será preceptivo por tanto tener en cuenta los factores
socio-culturales contemporáneos en una pastoral de la sexualidad
sensible y atenta a las personas a las que pretende servir.
Una construcción espiritual de la sexualidad
De todo lo dicho anteriormente debemos concluir la necesidad de
construir una sexualidad que sea parte esencial del desarrollo y
crecimiento personal y de la autodefinición como individuos. Sin
embargo, en la moral imperante en la sociedad occidental, como en otros
aspectos de la vida, la sexualidad queda reducida a una comprensión
meramente individualista y pragmática, tal y como conviene a una moral
de la producción y del consumo. Así las personas se convierten en
cuerpos objetivados, instrumentalizados para el placer, y las parejas
sexuales se mantienen en la medida en que son “rentables”, es decir, en
la medida en que producen rendimientos altos de placer y de desarrollo
personal.
Por ello presentamos la necesidad de una comprensión de la sexualidad
en claves bíblico-teológicas, sin que tengamos que caer en los
reduccionismos antes denunciados. A esta tarea dedicamos el presente
apartado.
No tenemos espacio para desarrollar todo lo que los textos bíblicos
dicen acerca de la sexualidad y el matrimonio, por lo que nos remitimos a
lo dicho en el trabajo de Eric Fuchs, en su libro Deseo y Ternura, para una ampliación del tema. Aquí nos centraremos en dos aspectos que considero fundamentales: lo espiritual y la alteridad.
Por espiritual los textos bíblicos entienden no lo opuesto a lo
material, que es como normalmente se entiende este concepto en la
tradición cristiana medieval, sino lo relacionado con lo vital. Tanto en
hebreo como en griego, el espíritu tiene que ver con la vida, con el
hálito o aliento de vida generados por Dios. El Dios bíblico es Creador y
Sustentador de la vida, y la salvación tiene que ver con la plenitud de
vida y la superación de toda forma de muerte. Por tanto, una sexualidad
que quiera ser espiritual debe ser una sexualidad que enfatice lo
vital. Mejor dicho, que sea expresión auténtica de todo lo vital. No una
sexualidad de la carencia, de la restricción, de una ascética, de una
negación, de una represión, todos ellos aspectos de la muerte, sino una
sexualidad como afirmación vitalista del deseo y del placer;
constituyentes éstos últimos de la vivencia humana, pero también una
afirmación vitalista de la propia vida. Si la vida cristiana debe estar
transida de amor y de esperanza, la sexualidad espiritual es aquella
constituida por el amor y la esperanza, por lo mejor y no lo peor de
nuestra existencia. Por tanto, la sexualidad debe ser una afirmación
positiva de lo mejor que hay en nosotros mismos.
Sin embargo, decir todo esto no es suficiente desde la perspectiva
bíblica, ya que las Escrituras también nos advierten que, como cualquier
otro aspecto de la vida humana, la sexualidad está llena de peligros,
de ambigüedades y de violencia. No podemos únicamente apelar a lo mejor
de nosotros, como afirmación vitalista de la sexualidad, porque en
nosotros mismos también está lo peor, y esto a veces también aparece en
ese cajón desastre en el que a menudo se convierte la sexualidad.
Por tanto, otro aspecto sumamente importante, junto a lo anterior, es
que la sexualidad humana es fundamentalmente encuentro. Encuentro con
el otro, alteridad. Y esta relación de encuentro constituye básicamente
la sexualidad. Si ésta no puede ser reducida a mera biología, ni a meros
procesos fisiológicos, ni a la reducción cosificadora de lo corporal,
ni a la mera transacción económica, ni al cálculo ni al rédito del
placer es porque la sexualidad humana es fundamentalmente encuentro. El
otro no soy yo, y eso me limita, me limita en mi codicia del otro, en
mis ansias de poder, me limita porque el otro no puede reducirse ni a
mis necesidades, ni a mi capricho, ni a mi voluntad. El otro es límite,
pero en la sexualidad, ese límite es constituyente, no limitante. El
otro con su irreductibilidad me constituye, como el yo que soy, a través
del encuentro mutuo. Este encuentro con el otro es símbolo del
encuentro con el Otro, con el completamente Otro, que nos llama y nos
constituye a través de la vocación de la Palabra. En este sentido de
alteridad, la sexualidad también es espiritual.
En esta línea, la expresión de la alteridad está determinada en los
textos bíblicos por la unión del hombre y de la mujer, y en las
cosmovisiones bíblicas esa unión diferenciada responde a la voluntad
creadora de Dios, al orden creativo de Dios, por lo que anular o
difuminar ese orden representa una violación de tal orden, y se descubre
como un elemento de desorden. En esta perspectiva se comprende el
rechazo de la homosexualidad en los textos bíblicos, así como por su
asociación a cultos paganos, o a relaciones de desigualdad, de violencia
o de abusos de unas personas sobre otras. Sin embargo, entiendo que
como otros aspectos ya superados de aquella comprensión del orden
primigenio (solo cabe pensar en la clasificación de animales puros e
impuros del Levítico) la diferenciación de géneros constitutiva de la
alteridad también lo está para el pensamiento contemporáneo.
La alteridad no está determinada por el género, sino por la condición
de yo irreductible que es el otro. Dios no tiene determinación de
género, ni de sexo, pero es otro, el completamente Otro, en su relación
con el ser humano. Así la alteridad, elemento constituyente de la
sexualidad humana, no puede estar determinada por el género, sino por la
condición personal y existencial del otro. La alteridad es un encuentro
con un otro, y la sexualidad es ese camino por el que dos han
emprendido un camino de construcción, de madurez, de crecimiento, de
amor entre personas, dentro de los límites constituyentes de una
relación de permanencia y estabilidad.
Cómo podemos ayudar en las ambigüedades y contradicciones de la sexualidad
En primer lugar, quiero destacar en este apartado lo que hemos
referido a construcciones tradicionales acerca de la sexualidad,
rechazar unas expectativas idealizadas acerca de la misma. Es cierto,
que como cristianos vivimos de la maravillosa gracia de Dios y de una
relación con Él en términos de fe, y esto debe ser fuente constante y
extraordinaria para vivir no una serie de leyes éticas, sino de
principios vitales, que nos constituyan como personas libres en una
relación fecunda y vital, que es la relación sexual.
Sin embargo, faltaríamos a la verdad, si aquí pusiéramos el punto y
final. Una pastoral que pretenda ser tal debe atender a no solo cómo
deberían ser las cosas, sino como realmente son y cómo las experimentan
las personas. Así que, tanto el pastor, como la iglesia, deben estar
preparados para afrontar las ambigüedades y las contradicciones de la
vida humana y de su sexualidad. Es un ámbito no exento de peligros, de
dificultades y, también hay que decirlo abiertamente, de fracasos. Los
fracasos, siempre que sea posible, deben ser oportunidades para la
autodefinición personal, el crecimiento y la madurez, tanto de la
persona como de la pareja, pero no se nos escapa que puede haber
situaciones límite donde el fracaso no puede reclamar más que su
constatación. En este sentido, también la separación puede convertirse
en una oportunidad de crecimiento. Inscribimos en este marco el
divorcio, pero no solo a él, hay muchas otras circunstancias que pueden
percibirse como fracasos, y ni el pastor, ni la iglesia están
autorizados a una censura y mucho menos al rechazo excluyente. La
pastoral siempre, pero mucho más respecto a la sexualidad, debe
constituirse en acogida absoluta, al igual que la gracia de Dios es
incondicional y gratuita, en caso contrario, ya no sería gracia.
Conclusiones
Como conclusiones finales no cabe si no decir lo ya expuesto, una
sexualidad no es expresión de normas que se nos imponen sin más razón
que la autoridad, la coacción o el miedo. La sexualidad no es represión o
negación de aspectos positivos de la vida, como el deseo y el placer.
La sexualidad no es una ascética que se alimente de la inseguridad
constitutiva de sistemas totalizadores impuestos sobre la persona.
La sexualidad es un camino de construcción personal, de crecimiento
en la autodefinición de la persona que somos, de vivencia en común y
encuentro con el otro, que se convierte en límite constituyente de mi
vida. La sexualidad se basa en la libertad de conciencia y en la
responsabilidad individual. La sexualidad es celebración de la vida
creada por el Creador y, por tanto, participa de la alegría y de la
aspiración de plenitud que nos ha sido prometida. Por tanto, la
sexualidad es promesa y don, de la vida que se nos ha concedido y de la
vida que se nos ha prometido. La pastoral de la sexualidad o vive de
esto o no será pastoral.
Por Sergio Simino Serrano en Lupa Protestante
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