domingo, 17 de agosto de 2014

¿Qué es la Biblia?

La Biblia no es un libro: es una biblioteca (Proverbio Rabínico)

Biblia es una palabra de origen griego  que significa “los libros”. Con este término, se designa la colección de escritos sagrados para el pueblo judío y para la iglesia cristiana. En ella, se encuentran los mensajes de los profetas, de los poetas, de Jesús y de los apóstoles, los cuales tuvieron experiencias profundas con Dios y las pusieron por escrito. Así que en la Biblia tenemos la memoria primaria del pueblo de Israel y de la Iglesia cristiana de un Dios que camina con su pueblo para liberarlo, y que envía a su hijo para dar un mensaje de esperanza a la humanidad: el reinado de Dios.

Como colección de escritos, la Biblia es un texto muy diverso. Cuenta diferentes experiencias vividas en muchos lugares: montañas, valles, campo, ciudad, desierto, Egipto, Palestina, Babilonia, Roma,  Patmos; y también representa a muchos pueblos o individuos de muchas naciones: caldeos como Abraham, cananeos como Rahab, israelitas como Elías, judíos como David, moabitas como Ruth, griegos como Esteban, romanos como Pablo, etíopes como el Eunuco, entre otros. En este sentido, se trata de un texto en el que se encuentran muchas culturas, las cuales comparten muchos elementos en común, como la forma de comer, de vestir o de interpretar la realidad.

La Biblia es la tradición de un pueblo, pero ante todo es una tradición literaria dada en un contexto histórico determinado, muy diferente al nuestro. Por esto, el acercamiento a la Biblia implica un acercamiento cuidadoso y respetuoso, al saber que no estamos con un texto que se escribió la noche anterior, o que se hizo en nuestro propio idioma, sino que se trata de una colección de textos escritos hace más de dos mil años y en otros idiomas. No es inaccesible, por supuesto, pero requiere de mucho cuidado para interpretarla.

Para conocer la Biblia, es importante conocer la historia. Como señala el biblista alemán Gerd Theissen (2002), los escritores de los evangelios eran ante todo pastores que intentaban dar una orientación para sus comunidades, en situaciones muy distintas a las que se dieron durante la vida y muerte de Jesús. En las iglesias había discusiones conflictos sobre qué cosas se podían comer, con quién se podía comer, cómo se debían relacionar con personas que creían otras cosas y cómo debían actuar con respecto a las políticas del imperio. Los escritores de estos textos buscaban ayudar pastoralmente a las personas para que tomaran las decisiones más adecuadas al mensaje liberador del evangelio y también a la situación específica. Por esto es importante entender a los personajes de la época bíblica como si fueran extranjeros, que hablan otro idioma y que piensan distinto, y no como nuestros amigos o familiares. Esto nos permitirá tener distancia frente a pasajes difíciles y realizar reflexiones apropiadas para poner en práctica la fe.

En segundo lugar, es importante entender que la Biblia es literatura. Es decir, está compuesta de diversos géneros literarios: poesía, narrativa, historia, profecía, leyes, cartas, evangelios, literatura apocalíptica. Y por esto hay que diferenciar una imagen poética (una montaña que salta como cordero, por ejemplo) de una ley (“no matarás”). Hay que distinguir entre una imagen apocalíptica (una bestia con dos cabezas, por ejemplo) y una descripción histórica (el trono de un rey). Esto ayuda a entender el mensaje que hay detrás, a no confundir el estilo con la revelación, a diferir entre una parábola con la historia real. Como sucede cuando leemos Las crónicas de Narnia: comprendemos que allí hay un mensaje profundo, de salvación humana, pero sabemos que literalmente Jesús no era un león y que los ratones no hablan. Lo importante es el mensaje que hay detrás, y las vestiduras de ese mensaje (el estilo, el género literario) deben comprenderse de manera adecuada para entender el mensaje.

En tercer lugar, debemos tener en cuenta que, a pesar de la distancia, la Biblia sigue hablándonos. Es importante tener cuidado con la historia, la cultura, el idioma y los patrones literarios. Pero, realizando un estudio comprometido, hemos de saber que las Escrituras tienen un mensaje actual de justicia y liberación, de un Dios que no se conforma con la maldad humana, y que nos desafía a que construyamos una sociedad mejor. Por esto, no se trata de hacer una lectura meramente arqueológica o cientificista de la Biblia, sino de poner en práctica sus enseñanzas y su mensaje de amor a Dios y al prójimo. Para esto, debemos leer la Biblia en perspectiva hermenéutica.

Nuestro libro sagrado proviene de una sociedad pastoril y agrícola que transmitía de manera oral las noticias e historias de los antepasados y los vecinos. La Biblia como libro, el libro que tenemos en nuestras manos, es el resultado de una larga historia de narraciones de diversas familias y comunidades que, poco a poco, empezaron a escribirse en pequeños textos. Esos pequeños textos empezaron a compilarse en libros o “códices”. Esos libros empezaron a ser reunidos junto a otros libros. Y con el paso de cientos de años, llegaron a convertirse en una colección de libros.

Cuando nos preguntamos por quién escribió la Biblia, estamos mirando los textos antiguos con los lentes de nuestra época. Hoy podemos leer la Biblia como un libro, incluso como un libro digital. Pero debemos tener en cuenta que la Biblia proviene de un mundo muy diferente al nuestro, en el que era más importante contar historias alrededor de una fogata o en la cocina de la casa que ponerse a leer en una biblioteca.

De igual manera como los aspectos de una Constitución nacional se discuten con el paso del tiempo, las narraciones, leyes y literatura de la Biblia fueron escuchados, transmitidos, interpretados, escritos, reescritos, coleccionados, editados y finalmente compilados en un libro de libros que hoy llamados “Biblia”.

Un texto bíblico puede interpretarse como un texto constitucional para Israel y posteriormente para la Iglesia, y aun así puede ser reinterpretado a lo largo del tiempo. Por ejemplo, en 2 Samuel 7 se promete al rey David que sus hijos reinarán por siempre en el trono de Israel. Este texto tiene su origen en el siglo X a.C., en la época de la transición de los pastores seminómadas hacia un Estado más urbano.

La promesa a David funcionó como la ideología que dio autoridad al nuevo rey y a sus hijos. Pero con el paso del tiempo esta monarquía fue decayendo. Con el ascenso del imperio asirio, en el siglo VIII a.C., Israel casi desaparece. Pero algunas personas seguían creyendo que Dios había prometido el reino a los descendientes de David para siempre (1 Re 11,36; 15,4; 2 Re 8,19). Luego, en el siglo VII, la promesa fue aplicada a un rey y al templo, y se creyó que Dios habitaba con su pueblo en el templo. En el siglo VI, el imperio babilonio se llevó a muchos judíos para el exilio, perdiendo su tierra y todo el reino; el templo fue destruido e Israel se quedó sin rey. Pero aun así seguían creyendo en la promesa hecha a David para el futuro. De esta manera la misma promesa se reinterpretó, y muchas personas esperaban que en el futuro llegara el reinado de Dios mediante un descendiente de David, ya fuera real o simbólico.

En el siglo I d.C., cuando nació el cristianismo, muchas personas creyeron que la promesa del rey davídico había llegado a su cumplimiento en la persona de Jesús de Nazaret. Así es como un mensaje que empezó para legitimar al rey de Jerusalén, terminó aplicándose a un carpintero de Galilea en quien reposaron todas las esperanzas de la transformación de la comunidad frente a la invasión del imperio romano.

En la época en que se escribió la Biblia, la gran autoridad estaba en la transmisión oral y no tanto en los textos escritos. La importancia del “autor” de un texto era desconocida en el mundo antiguo. Los textos más importantes de Antiguo Oriente, tales como la Epopeya de Guilgamesh, el relato babilónico de la creación llamado Enumah Elish y muchos textos egipcios y cananeos no tienen un autor definido. Se trata de relatos originalmente orales que en algún momento fueron puestos por escrito por “escribas”, personas que tenían la profesión de escribir para las cortes de los reyes, y que hacían reformas y correcciones, pero no eran lo que conocemos por “autores”. De hecho la lengua hebrea antigua no tiene una palabra que signifique “autor”, sino que se refiere a “escriba”, como alguien que transmite una tradición y un texto de una generación a otra.

Las culturas antiguas eran orales. Las tradiciones y las historias eran contadas de boca en boca, especialmente por parte de las madres a los hijos y las personas ancianas. Estas historias tenían mucha autoridad para la comunidad y por esto los padres y las madres estaban obligados a enseñarlas a sus hijos, como dice Deuteronomio 6,6-7: “Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado”.

A partir del siglo II a.C., se empezó a expandir la cultura griega-helenística con el emperador Alejandro Magno. La cultura helenística valoraba los textos escritos, y ya contaba con legados importantes como La Ilíada y La Odisea, las Tragedias de Sófocles y los Diálogos de Platón. Para ellos sí era importante atribuir la autoría a los textos, y por esto dijeron que la colección de cantos orales sobre la guerra de Troya (llamados todos en su conjunto La Ilíada) eran escritos por el poeta Homero.

El mundo judío se vio influenciado por esta cultura helenística, y de esta manera empezó a atribuir sus textos a personajes importantes para su historia, tales como Moisés, Samuel, David, entre otros.

Sin embargo, si atendemos bien a los propios textos bíblicos, nos damos cuenta que estos personajes antiguos no son tanto autores sino personajes. Por ejemplo, el libro de Isaías empieza diciendo: “Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén en tiempos de Ozías, de Yotán, de Acaz y de Ezequías, reyes de Judá” (Isa 1,1). Y el texto mismo sugiere que los discípulos de Isaías recopilaron las palabras que el profeta había escuchado de parte de Dios y fueron ellos los que las pusieron por escrito (Is 8,16). Así vemos que los profetas recibían mensajes Divinos y los predicaban al pueblo, y eran sus secretarios los que tomaban nota, como es el caso de Baruc, el secretario de Jeremías (Jer 36,32).

La familia era la principal encargada de transmitir las tradiciones orales. Los Salmos, por ejemplo, muestran cómo la historia de Israel no era transmitida a través de un libro, sino a través de canciones, que eran enseñadas a los niños y las niñas por sus papás y sus mamás (Sal 105,1-2). La literatura de Sabiduría era transmitida oralmente, y sólo con el paso del tiempo los dichos de los sabios y de los padres y las  madres fueron puestos por escrito, como lo hace ver Proverbios 1,8: “Hijo mío, escucha los avisos de tu padre, no rechaces las enseñanzas de tu madre”. Algunos de estos proverbios son atribuidos a Salomón, pero se aclara que fueron recogidos por escribas de la corte, no escritos por el mismo rey: “Otros proverbios del rey Salomón que recogieron los escribientes de Ezequías, rey de Judá” (Prov 25,1).

En el Nuevo Testamento ya se escriben textos con autores definidos. Sin embargo, un escritor como Pablo sabe que es más importante la vida misma que viven los lectores que los textos propiamente escritos: “Nadie puede negar que ustedes son una carta de Cristo, que él redactó por intermedio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en corazones de carne” (2 Cor 3,3).

Para los rabinos judíos del primer siglo, había un vehículo de transmisión oral que se llamaba la Torah oral, y que servía como forma de interpretar la Torah escrita. Para los rabinos, era más importante esta Torah oral que la misma Torah escrita. La mayoría de la población no sabía leer, pero sí se podía aprender la tradición de memoria. En este sentido se consideraba que la Torah oral era más accesible a todos, mientras que sólo los alfabetizados podían acceder al texto escrito. Estos textos luego se escribieron y hoy se conservan en la Misná y el Talmud.

En el año 70 d.C., el Templo de Jerusalén fue invadido, y en el 135 fue destruido totalmente por parte del emperador romano Adriano. A causa de esto los judíos se dieron cuenta que era importante escribir y recopilar sus memorias, y también lo hicieron los cristianos. Así empezaron a juntar todas las tradiciones escritas y orales y ponerlas en forma de Canon, es decir una regla que les permitiera identificarse a lo largo del mundo. Así tanto los judíos como los cristianos pasaron a ser “pueblos del libro” hasta la actualidad. Sin embargo, esta historia nos hace recordar siempre que este “libro” proviene de muchos textos orales que se fueron componiendo y recomponiendo a lo largo del tiempo, y que hoy se llaman Biblia (Libros).

Por Juan Esteban Londoño en Lupa Protestante

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