"El extranjero que resida con vosotros os será como uno nacido
entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis
vosotros en la tierra de Egipto; yo soy el Señor vuestro Dios." Libro
del Levítico.
"porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve
sed y me disteis de beber; fui extranjero y me recibisteis" Evangelio de
Mateo.
No es la explosión migratoria, tal como la estamos
viviendo hoy, un fenómeno que haya cogido por sorpresa a los países
europeos; o, al menos, no debería ser así. Hace ya muchos años que
algunos “profetizaron” acerca del gran problema que supondría una
migración masiva y descontrolada de los países del Sur, pobres, a los
del Norte, ricos, dada la asimetría y estrechez de las políticas de
colaboración llevadas a cabo por los segundos con respecto a los
primeros; y que iba a tener lugar sin posibilidad de vuelta atrás.
Aquél fantasma que recorría la Europa de las últimas décadas del siglo
pasado, ha tomado cuerpo de forma dramática y trágica en nuestros días;
añadiendo ahora a los desplazados del Oriente Medio, y aunque
ciertamente la situación de estos últimos es debida a otras cuestiones,
no deja de formar parte de esta misma realidad. También se avisaba,
entonces, acerca de que implementar políticas fuertemente restrictivas
con respecto a este fenómeno, solo podría realizarse a base de costosos
medios policiales y férreos controles que, la mayoría de las veces,
traerían consigo la pérdida de muchas vidas inocentes.
Aun así,
se firmaron algunos acuerdos y tratados entre los países de la entonces
CEE, hoy UE, que pretendían servir, en el fondo, como medidas
preventivas y restrictivas contra la inmigración, especialmente del
norte de África, el África subsahariana y Latinoamérica. Pero ni los
acuerdos ni las medidas restrictivas han logrado parar el flujo
migratorio. Y es que, en realidad, el ser humano, desde sus orígenes, ha
tenido que resolver muchos de sus problemas, hambre, esclavitud,
opresión y guerra, emigrando a otros lugares donde le fuera más fácil y
próspera la vida.
Tal es así, que dadas las diferencias tan
abismales y brutales existentes entre los países de uno y otro lado, no
es de extrañar que ocurra lo que estamos viviendo actualmente. El
hambre, la guerra, la desesperanza y la falta de futuro en todos estos
países, impulsan, como vemos a diario, a miles de personas a jugarse la
vida con tal de llegar a lo que ellos ven como el universo de las
oportunidades. Y no es para menos que así lo vean, teniendo en cuenta
las condiciones en las que viven.
Está claro que hemos fracasado
política y humanamente, entre otras cosas porque no se ha dejado de
practicar, entre muchas otras diabólicas acciones, un mercantilismo
brutal. Es decir, para que unos ganen, otros tienen que perder. Y, lo
queramos aceptar o no, lo que a “nosotros” nos sobra, es la causa de la
pobreza de los muchos millones de “ellos”, porque se lo hemos robado
prácticamente todo. Esto mismo ya lo denunciaban los Padres de la
Iglesia hace muchos siglos, pues parece ser que aquella realidad no era
muy distinta a la nuestra, también en este aspecto.
No queremos
darnos cuenta que, en el fondo, con estas políticas abusivas y
destructivas, todos perdemos. Pero obviamente, los pobres, los excluidos
y oprimidos, se llevan la peor parte.
Hoy, debido a este
fracaso, asistimos a la dramática y trágica realidad de la sinrazón en
nuestras fronteras. Somos diariamente testigos de un sinfín de muertes
injustas de personas que no tienen otra opción para seguir viviendo, que
jugarse la vida franqueando muros de hormigón y de agua, o dejándose el
corazón y el alma entre asesinas mayas de cuchillas.
La
tragedia que estamos viviendo no parece tener fin; los datos son
escalofriantes, y mucho me temo que seguirán siéndolo, pues las
soluciones que se están dando solo causan más sufrimiento y dolor. La
falta de solidaridad de los países ricos y el imparable afán hegemónico y
de poder, seguirán causando profundas rupturas y enormes sufrimientos
en todos los sentidos. Y esto, tengámoslo claro, y como he dicho otras
veces, no es algo casual ni pasajero; ni responde a ninguna cuestión
esencialista; esto es algo muy bien pensado y organizado por los grandes
estados y oligopolios del sistema.
He escrito, en la cabecera de
esta reflexión, un texto del libro de Levítico y otro del evangelio de
Mateo; y lo he hecho para reafirmar que no podemos olvidar que la
experiencia de fe cristiana, está anclada, ineludiblemente, en el
compromiso con los otros. No se trata primera y principalmente de una
cuestión de palabras, sino de acciones. No es tampoco, primera y
principalmente, una cuestión de individualización excluyente, sino de
apertura, inclusión y acogida. La Escritura da buena cuenta de ello
desde los comienzos, y tanto en el antiguo como en el nuevo testamento.
A lo largo de la experiencia con el Resucitado, las primeras
comunidades cristianas fueron dándose cuenta de esto, y hubieron de
aceptar la universalidad del mensaje del Evangelio, hasta llegar a la
conclusión de que en Cristo no existen fronteras de ningún tipo. Las
fronteras las ponemos nosotros en base a nuestras creencias, intereses e
ideologías. Esto lo dejará claro el apóstol Pablo al decir que ya no
hay esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ni judío ni griego. La “nueva
oicoumene” es una tierra sin fronteras, todos caben en ella. Por lo
tanto ya nadie puede ser tratado como extranjero, de forma excluyente,
en ningún lugar, porque todos y todas formamos parte de una misma
comunidad, la Comunidad Humana.
Todo esto puede sonar muy
utópico en algunos oídos, e irrealizable incluso, pero si realmente
queremos seguir el camino que trazó el Nazareno, hemos de aceptar que en
la esencia del cristianismo está, siempre presente, el interés por la
construcción, posible, de una realidad social comunitaria en base a los
valores del Reino anunciado por Jesús.
Esto nos afecta, o debería
afectarnos, directa y profundamente, por cuanto somos Iglesia. Y la
Iglesia ha de ser signo y sacramento de ese Reino, luego no puede ser
instrumento de división o exclusión. O somos una cosa, o somos otra,
pero no ambas cosas a la vez, porque si así es, entonces, por mucho que
nos empeñemos en decir lo contrario, no somos Iglesia de Cristo.
En base a ello y en lo que se refiere al tema que nos ocupa, todas las
personas tienen derecho a salir de sus países de origen para buscar una
vida más digna, máxime cuando, como es el caso actual, lo han perdido
todo, hasta el futuro. Nosotros, como Iglesia de Jesucristo, Universal y
utópica, tenemos la obligación y el imperativo ético y espiritual, de
acogerlas y proporcionarles, en la medida de nuestras posibilidades, los
instrumentos y ayuda necesarios para una adecuada integración.
Podemos pensar, por otro lado, que esto es una cuestión del Estado, que
esta no es nuestra labor; sin embargo creo, sinceramente, que si lo es,
por cuanto la Iglesia lleva consigo una extraordinaria e ineludible
dimensión profética y, como acabo de decir más arriba, la obligación de
construcción de una realidad social nueva, una nueva “oicoumene”. Otra
cosa es que queramos aceptar ese compromiso. Más aun, en nuestro
ministerio evangelizador también está la obligación de despertar las
consciencias y denunciar las atrocidades que están dando lugar a todos
estos dramas y tragedias que vivimos en la actualidad. No es solamente
cuestión de vocear promesas para un mundo extrahumano, que poco o nada
tiene que ver con este, y mucho menos insistir en la culpabilidad e
inmundicia humanas. No somos tan inmundos como algunos piensan. Otra
cosa es que queramos implicarnos en ello, pues sabemos que esto traerá
consigo muchas críticas y enemistades, y estas, en muchos aspectos
mermarán nuestras espectativas.
Tenemos pues la obligación de
mirar con nuevos ojos, con la mirada de Jesús, y acoger al extranjero
que llama a nuestra puerta, pues, por desgracia, la mayoría son personas
empobrecidas por nuestra propia codicia y egoísmo. Esto hemos de hacer,
como Iglesia, si queremos ser consecuentes con nuestra fe. Y no estaría
demás, en las circunstancias actuales, promover encuentros internos
para la discusión, incluso a nivel interconfesional, algo que nos
ayudaría, sin duda, a conocer mejor las distintas situaciones y poder
así dar una más adecuada respuesta a la situación desde el abrazo en
gratuidad del Evangelio de Jesucristo.
Por el Rvdo. Juan Larios de la Comunidad Cristiana de la Esperanza.
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