domingo, 6 de septiembre de 2015

Un llamamiento a la acción desde la Fe

"El extranjero que resida con vosotros os será como uno nacido entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto; yo soy el Señor vuestro Dios." Libro del Levítico.

"porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui extranjero y me recibisteis" Evangelio de Mateo.

No es la explosión migratoria, tal como la estamos viviendo hoy, un fenómeno que haya cogido por sorpresa a los países europeos; o, al menos, no debería ser así. Hace ya muchos años que algunos “profetizaron” acerca del gran problema que supondría una migración masiva y descontrolada de los países del Sur, pobres, a los del Norte, ricos, dada la asimetría y estrechez de las políticas de colaboración llevadas a cabo por los segundos con respecto a los primeros; y que iba a tener lugar sin posibilidad de vuelta atrás.

Aquél fantasma que recorría la Europa de las últimas décadas del siglo pasado, ha tomado cuerpo de forma dramática y trágica en nuestros días; añadiendo ahora a los desplazados del Oriente Medio, y aunque ciertamente la situación de estos últimos es debida a otras cuestiones, no deja de formar parte de esta misma realidad. También se avisaba, entonces, acerca de que implementar políticas fuertemente restrictivas con respecto a este fenómeno, solo podría realizarse a base de costosos medios policiales y férreos controles que, la mayoría de las veces, traerían consigo la pérdida de muchas vidas inocentes.

Aun así, se firmaron algunos acuerdos y tratados entre los países de la entonces CEE, hoy UE, que pretendían servir, en el fondo, como medidas preventivas y restrictivas contra la inmigración, especialmente del norte de África, el África subsahariana y Latinoamérica. Pero ni los acuerdos ni las medidas restrictivas han logrado parar el flujo migratorio. Y es que, en realidad, el ser humano, desde sus orígenes, ha tenido que resolver muchos de sus problemas, hambre, esclavitud, opresión y guerra, emigrando a otros lugares donde le fuera más fácil y próspera la vida.

Tal es así, que dadas las diferencias tan abismales y brutales existentes entre los países de uno y otro lado, no es de extrañar que ocurra lo que estamos viviendo actualmente. El hambre, la guerra, la desesperanza y la falta de futuro en todos estos países, impulsan, como vemos a diario, a miles de personas a jugarse la vida con tal de llegar a lo que ellos ven como el universo de las oportunidades. Y no es para menos que así lo vean, teniendo en cuenta las condiciones en las que viven.

Está claro que hemos fracasado política y humanamente, entre otras cosas porque no se ha dejado de practicar, entre muchas otras diabólicas acciones, un mercantilismo brutal. Es decir, para que unos ganen, otros tienen que perder. Y, lo queramos aceptar o no, lo que a “nosotros” nos sobra, es la causa de la pobreza de los muchos millones de “ellos”, porque se lo hemos robado prácticamente todo. Esto mismo ya lo denunciaban los Padres de la Iglesia hace muchos siglos, pues parece ser que aquella realidad no era muy distinta a la nuestra, también en este aspecto.

No queremos darnos cuenta que, en el fondo, con estas políticas abusivas y destructivas, todos perdemos. Pero obviamente, los pobres, los excluidos y oprimidos, se llevan la peor parte.
Hoy, debido a este fracaso, asistimos a la dramática y trágica realidad de la sinrazón en nuestras fronteras. Somos diariamente testigos de un sinfín de muertes injustas de personas que no tienen otra opción para seguir viviendo, que jugarse la vida franqueando muros de hormigón y de agua, o dejándose el corazón y el alma entre asesinas mayas de cuchillas.

La tragedia que estamos viviendo no parece tener fin; los datos son escalofriantes, y mucho me temo que seguirán siéndolo, pues las soluciones que se están dando solo causan más sufrimiento y dolor. La falta de solidaridad de los países ricos y el imparable afán hegemónico y de poder, seguirán causando profundas rupturas y enormes sufrimientos en todos los sentidos. Y esto, tengámoslo claro, y como he dicho otras veces, no es algo casual ni pasajero; ni responde a ninguna cuestión esencialista; esto es algo muy bien pensado y organizado por los grandes estados y oligopolios del sistema.

He escrito, en la cabecera de esta reflexión, un texto del libro de Levítico y otro del evangelio de Mateo; y lo he hecho para reafirmar que no podemos olvidar que la experiencia de fe cristiana, está anclada, ineludiblemente, en el compromiso con los otros. No se trata primera y principalmente de una cuestión de palabras, sino de acciones. No es tampoco, primera y principalmente, una cuestión de individualización excluyente, sino de apertura, inclusión y acogida. La Escritura da buena cuenta de ello desde los comienzos, y tanto en el antiguo como en el nuevo testamento.

A lo largo de la experiencia con el Resucitado, las primeras comunidades cristianas fueron dándose cuenta de esto, y hubieron de aceptar la universalidad del mensaje del Evangelio, hasta llegar a la conclusión de que en Cristo no existen fronteras de ningún tipo. Las fronteras las ponemos nosotros en base a nuestras creencias, intereses e ideologías. Esto lo dejará claro el apóstol Pablo al decir que ya no hay esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ni judío ni griego. La “nueva oicoumene” es una tierra sin fronteras, todos caben en ella. Por lo tanto ya nadie puede ser tratado como extranjero, de forma excluyente, en ningún lugar, porque todos y todas formamos parte de una misma comunidad, la Comunidad Humana.

Todo esto puede sonar muy utópico en algunos oídos, e irrealizable incluso, pero si realmente queremos seguir el camino que trazó el Nazareno, hemos de aceptar que en la esencia del cristianismo está, siempre presente, el interés por la construcción, posible, de una realidad social comunitaria en base a los valores del Reino anunciado por Jesús. 

Esto nos afecta, o debería afectarnos, directa y profundamente, por cuanto somos Iglesia. Y la Iglesia ha de ser signo y sacramento de ese Reino, luego no puede ser instrumento de división o exclusión. O somos una cosa, o somos otra, pero no ambas cosas a la vez, porque si así es, entonces, por mucho que nos empeñemos en decir lo contrario, no somos Iglesia de Cristo.

En base a ello y en lo que se refiere al tema que nos ocupa, todas las personas tienen derecho a salir de sus países de origen para buscar una vida más digna, máxime cuando, como es el caso actual, lo han perdido todo, hasta el futuro. Nosotros, como Iglesia de Jesucristo, Universal y utópica, tenemos la obligación y el imperativo ético y espiritual, de acogerlas y proporcionarles, en la medida de nuestras posibilidades, los instrumentos y ayuda necesarios para una adecuada integración.

Podemos pensar, por otro lado, que esto es una cuestión del Estado, que esta no es nuestra labor; sin embargo creo, sinceramente, que si lo es, por cuanto la Iglesia lleva consigo una extraordinaria e ineludible dimensión profética y, como acabo de decir más arriba, la obligación de construcción de una realidad social nueva, una nueva “oicoumene”. Otra cosa es que queramos aceptar ese compromiso. Más aun, en nuestro ministerio evangelizador también está la obligación de despertar las consciencias y denunciar las atrocidades que están dando lugar a todos estos dramas y tragedias que vivimos en la actualidad. No es solamente cuestión de vocear promesas para un mundo extrahumano, que poco o nada tiene que ver con este, y mucho menos insistir en la culpabilidad e inmundicia humanas. No somos tan inmundos como algunos piensan. Otra cosa es que queramos implicarnos en ello, pues sabemos que esto traerá consigo muchas críticas y enemistades, y estas, en muchos aspectos mermarán nuestras espectativas.

Tenemos pues la obligación de mirar con nuevos ojos, con la mirada de Jesús, y acoger al extranjero que llama a nuestra puerta, pues, por desgracia, la mayoría son personas empobrecidas por nuestra propia codicia y egoísmo. Esto hemos de hacer, como Iglesia, si queremos ser consecuentes con nuestra fe. Y no estaría demás, en las circunstancias actuales, promover encuentros internos para la discusión, incluso a nivel interconfesional, algo que nos ayudaría, sin duda, a conocer mejor las distintas situaciones y poder así dar una más adecuada respuesta a la situación desde el abrazo en gratuidad del Evangelio de Jesucristo.

Por el Rvdo. Juan Larios de la Comunidad Cristiana de la Esperanza.

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